miércoles, 19 de noviembre de 2025

Lo que aprendí sobre el Estado del Bienestar bajo la luz de un candil

 

A menudo, cuando defiendo con vehemencia la educación y la sanidad públicas, o cuando alerto sobre la involución que supone desmantelar el Estado del bienestar, me encuentro con interlocutores que piensan que hablo desde la teoría académica. Creen que mi defensa nace de los libros. Se equivocan. Mi convicción no nace de la tinta, sino de la tierra. Nace del recuerdo de un mundo donde la seguridad no era un derecho, sino un lujo, y donde la supervivencia dependía exclusivamente de la fuerza de tu "tribu".

Yo no defiendo el Estado del bienestar porque sea una idea bonita; lo defiendo porque recuerdo cómo era la vida bajo la luz temblorosa del candil, antes de que llegara la bombilla de los derechos sociales.

Vengo de un tiempo y un lugar, el Mogente de los años cincuenta, donde la salud pendía de un hilo y del bolsillo. Hoy damos por hecho que una ambulancia vendrá si nos asfixiamos. Pero yo llevo grabada a fuego en la memoria aquella neumonía infantil que casi me arranca la vida en la «Casa del Macho». No me salvó un sistema público robusto; me salvó la desesperación heroica de mi padre, Conrado, cogiendo el «trenet» a Valencia, con el dinero justo y el corazón en un puño, para comprar una caja de penicilina que era un tesoro inalcanzable para la mayoría.

Cuando defiendo la Sanidad Pública, no lo hago por ideología; lo hago por la memoria de ese padre angustiado y por la certeza de que ningún padre debería tener que depender de sus ahorros o de la caridad para que su hijo respire. Esa tranquilidad que hoy a veces despreciamos fue una conquista titánica.

Y si la salud era un abismo, la Educación era la única escalera para salir del pozo. Mi defensa de la escuela pública tiene el rostro de mi madre, Enriqueta. La recuerdo sirviendo a la señorita Amparín, haciendo camas ajenas y guisando para otros. Fue allí, entre la resignación y la rabia contenida, donde ella forjó una promesa inquebrantable: sus hijos estudiarían. No para ser ricos, sino para ser libres. Para no tener que bajar la cabeza ante nadie.

La educación pública es la materialización institucional de esa promesa materna. Es lo que impide que el destino de un niño esté escrito por la cuna en la que nace. Y sé lo que vale porque tuve maestros como Don Follo, aquel republicano represaliado que, expulsado de las aulas por pensar diferente, venía a nuestra casa de campo a enseñarme, recordándome que el saber es un acto de resistencia. Desmantelar hoy la educación pública, segregando a nuestros niños en redes dobles de primera y segunda categoría, es traicionar el esfuerzo de mujeres como Enriqueta y de maestros como Don Follo.

Hoy se nos vende el individualismo como modernidad. Se nos dice que cada uno debe gestionarse su propia mochila. Pero yo crecí viendo otra cosa. Crecí viendo a los agricultores de Mogente organizando la siega bajo un sol de justicia, sin contratos, guiados solo por el "hoy por ti, mañana por mí". Crecí viendo cómo el cuidado de mi abuelo José Ramón, inmovilizado por la ataxia, no recaía en una Ley de Dependencia que no existía, sino en el sacrificio silencioso y total de las mujeres de la familia.

Aquella solidaridad de la "piña Navalón" o de los "Cambredoners" era hermosa, sí, pero también era fruto de una necesidad terrible. El Estado del bienestar nació precisamente para que la dignidad de los ancianos y los enfermos no dependiera solo de la heroicidad de sus familias. Privatizar esos cuidados, volver al "sálvese quien pueda", no es evolución; es regresar a la intemperie de la que tanto nos costó salir.

Pertenezco a una generación que vivió una "burbuja atemporal" de conquistas. Vimos cómo el candil daba paso a la bombilla, cómo la caridad daba paso al derecho. Pero las bombillas también se funden si no se cuida la instalación.

Lo que hoy llamamos servicios públicos son, en realidad, el amor de nuestros padres y abuelos convertido en leyes. Son la institucionalización de la solidaridad que se vivía en las eras y en los corrales. Por eso, cuando veo que se recortan presupuestos en educación o se mercantiliza la sanidad, no siento solo un desacuerdo político; siento que se está insultando la memoria de quienes se dejaron la piel en los bancales para que nosotros no tuviéramos que hacerlo.

Defender lo público es el único homenaje honesto que puedo hacerle a mis raíces. Porque no hay orgullo en el origen si no se lucha para que el futuro sea digno para todos.

Nota: 

Este artículo se basa en las reflexiones de mi primer relato autobiográfico: "Del candil a la bombilla: Huellas biológicas y ambientales en la forja de una identidad". Un viaje desde la posguerra que ilumina cómo las raíces y el entorno forjan el carácter

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