sábado, 18 de octubre de 2025

Un vaso de cerveza y vivir con ataxia: el cincel de la resiliencia en el ritual social

La geometría mágica de una caña bien fría y la ilusión del control


Esta imagen con dos vasos de cerveza habla por sí sola: la espuma densa, el cristal empañado, la promesa de la brisa marina. Es la estampa del ocio perfecto, la ilusión de que todo está bajo control y de que la vida social es un camino siempre llano. Antes de mi diagnóstico, ese vaso representaba la normalidad, la plena felicidad y la despreocupación de quien no conoce límites. Era la banda sonora de mis veranos, el telón de fondo de conversaciones interminables y el sello de cada encuentro con amigos. La normalidad se tejía en esos pequeños rituales, en la facilidad de levantar una jarra sin pensarlo, en el murmullo de las risas sin interrupciones, en la simpleza de existir sin un cuerpo que traicionara las intenciones.


La cerveza es uno de esos raros vestigios que nos anclan a lo social desde hace milenios. Su historia es la historia de la convivencia, la excusa universal para detener el tiempo y conectar. Desde las primeras civilizaciones, ha sido un catalizador de encuentros, un lubricante social que ha facilitado desde acuerdos comerciales hasta celebraciones íntimas. En nuestro contexto mediterráneo, la imagen de una caña es un símbolo casi sagrado, una invitación tácita a la pausa, a la conversación sin prisas, a la alegría compartida. Es la promesa de un momento de fluidez, de risas que no necesitan traducción y de una conexión humana que parece inquebrantable.


Pero siempre he sido consciente de que la normalidad es una convención, una frágil construcción que la vida puede desmoronar en cualquier momento. La experiencia me enseñó, de la forma más cruda, que había que ponerle fecha de caducidad a esa ilusión de control. Y el primer lugar donde esa ilusión se rompió, donde la realidad comenzó a cincelar mi nueva forma, fue, curiosamente, en la mesa de un bar. No fue en un hospital, ni en una consulta médica, sino en el corazón mismo de la vida social que tanto valoraba, donde la ataxia hizo su primera y sutil irrupción, transformando un placer cotidiano en un campo de batalla personal.


El cincel de la ataxia: cuando la costumbre choca con la realidad


Para alguien que vive con ataxia cerebelosa, el cuerpo se convierte en una escultura non finito, una obra en constante lucha por mantener la forma, por aferrarse a la simetría y la coordinación que antes se daban por sentadas. Cada movimiento, cada gesto, se convierte en un acto consciente de equilibrio y precisión, una danza forzada entre la intención y la ejecución. Y si la ataxia es la pérdida de la coordinación, el alcohol es la coctelera química que sacude violentamente el poco control que queda, magnificando cada temblor, cada desequilibrio, cada titubeo. Es como añadir arena a un engranaje ya oxidado, acelerando el desgaste y haciendo evidente la fragilidad.


Lo viví en carne propia, con una intensidad que aún resuena en mi memoria. Recuerdo una tarde, el sol de otoño tiñendo de oro las calles de Cieza, el bullicio de la gente en una terraza. Mis amigos beben, las jarras chocaban con un tintineo alegre, y yo, con la mía en la mano, sentía cómo el mero gesto de levantarla para brindar se convertía en un reto olímpico. La espuma, antes símbolo de frescura, ahora parecía burlarse de mi pulso inestable. El sabor de la cerveza en mi paladar, que tanto me gusta, empezó a asociarse con una incómoda sensación de desorganización, con problemas que, en un principio, sabía disimular muy bien con una sonrisa forzada y una postura rígida.


Notaba cómo con cada sorbo, el cuerpo se desorganizaba de forma significativa. La voz se me enredaba un poco, el paso se volvía más incierto, y la mirada, que antes se fijaba con facilidad, ahora divagaba. Era una progresión dramática que me obligó a tomar una decisión importante: o bebía y perdía el control de mi cuerpo, exponiendo mi vulnerabilidad ante los demás y sintiendo la vergüenza de la inestabilidad, o renunciaba al ritual social, a esa conexión tan arraigada, y me sentía marginado, excluido del círculo de amigos. Una decisión muy dura, que al principio, en un intento desesperado por aferrarme a la normalidad, optaba por seguir bebiendo a pesar de los síntomas que iba a notar en mi cuerpo, pagando el precio de la incomodidad y la autoexigencia. La negación era un escudo, pero un escudo que se resquebrajaba con cada movimiento fallido.


El ritual de la aceptación radical: el brindis por la imperfección


La adversidad es el cincel, y mi vida es el mármol. Cada golpe, cada desafío, ha ido esculpiendo una nueva forma, a veces dolorosa, pero siempre auténtica. La resiliencia es mi única herramienta, pero no como una meta heroica de superar obstáculos con una fuerza sobrehumana, sino como la aceptación consciente de la imperfección. No se trata de volver a ser quien era, sino de abrazar quien soy ahora, con todas mis cicatrices y mis nuevas capacidades. Es un proceso continuo, una negociación constante con la realidad, donde la verdadera victoria no es eliminar el problema, sino redefinir la relación con él.


El giro crucial fue darme cuenta de que el valor del momento, la esencia de la conexión humana, no estaba en la química del alcohol, en la euforia pasajera o en la falsa sensación de normalidad que ofrecía, sino en la sinceridad del brindis, en la mirada cómplice, en la conversación profunda, en el simple hecho de compartir un espacio y un tiempo con las personas que importan. Comprendí que la verdadera magia residía en la presencia, en la autenticidad, y no en el contenido del vaso. Esta revelación fue liberadora, un peso que se desprendía de mis hombros.


Adoptar la cerveza sin alcohol fue mi manera de reclamar el ritual sin alimentar el síntoma, sin comprometer mi bienestar físico y mental. No es un sustituto, no busco reemplazar una experiencia por otra idéntica; es una herramienta de integración, un puente que me permite permanecer en el mundo social sin sacrificar mi autonomía. Me permite estar en la mesa con total presencia, disfrutando del momento social, del sabor (que, seamos sinceros, ha mejorado muchísimo en los últimos años, ofreciendo opciones realmente placenteras) y de la conexión humana, pero manteniendo mi lucidez y mi control físico. Ya no tengo que preocuparme por el temblor de la mano al levantar el vaso, ni por la dificultad para seguir una conversación compleja. La libertad de ser yo mismo, sin la carga de disimular, es invaluable.


Es el non finito en acción: no busco la perfección de la caña con alcohol, esa imagen idealizada del pasado, sino el valor de la imperfección de mi propia vida, de mi cuerpo, de mis circunstancias. El valor reside en la autenticidad, en la capacidad de adaptarme y de encontrar nuevas formas de disfrutar y de conectar, sin pretensiones ni disfraces. La vulnerabilidad se convierte en una fortaleza, y la aceptación en la llave de una plenitud inesperada.


La importancia de redefinir nuestros hábitos y rutinas: recuperar la mesa


La vida nos golpea, nos cincela, nos obliga a soltar la ilusión del control. Nos arranca de nuestras zonas de confort y nos empuja a reevaluar lo que realmente importa. Pero el profesor jubilado en mí insiste: cada golpe, cada desafío, es una oportunidad de redefinir nuestro propósito, de encontrar un nuevo significado en la adversidad. No se trata de una resignación pasiva, sino de una búsqueda activa de nuevas formas de ser y de estar en el mundo. Mi propósito hoy es compartir este mensaje, no como una lección magistral, sino como un testimonio de vida:


La mayor victoria no es volver a beber alcohol, no es recuperar una capacidad perdida, sino recuperar la mesa, el espacio de encuentro, el ritual de la convivencia. Es la victoria de la presencia sobre la ausencia, de la conexión sobre el aislamiento. Es la reafirmación de que la vida social no depende de una sustancia, sino de la voluntad de compartir, de escuchar, de reír y de estar ahí para los demás.


Al final, cuando choco mi jarra de sin-alcohol, estoy celebrando un microéxito: la capacidad de aplicar la ciencia de la mente a mi propia biografía, de elegir la plenitud y la presencia total, incluso en medio de las limitaciones. Estoy brindando por lo que queda, por la amistad incondicional, por la familia que me apoya y por la vida con todas sus cicatrices, con sus imperfecciones y sus inesperadas alegrías. Cada brindis es un recordatorio de que la vida, a pesar de sus desafíos, sigue siendo un regalo precioso.


Así, ese líquido dorado en mi vaso, sea cual sea su composición, se mantiene firme en su rol: la excusa perfecta para mirar a alguien a los ojos y decir: "¡Por nosotros, y por este ratito!". Y ese es el verdadero elixir de la vida, una pócima de autenticidad, conexión y resiliencia que nutre el alma mucho más allá de cualquier burbuja.



Puedes encontrar mi perspectiva sobre la vida y mi interacción con el mármol en mi libro, Vivir con ataxia: alma cincelada.



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