miércoles, 22 de octubre de 2025

El Legado vivo de la oliva: sabiduría popular y el arte de aderezar en casa

El olivo es historia, luz y sustento, pero el verdadero arte reside en transformar su fruto en una obra maestra comestible: la oliva de mesa. Aunque la industria garantiza un producto de consumo masivo de calidad, lo realmente mágico es aderezarlas en casa siguiendo recetas que se transmiten de generación en generación.

Si bien estas recetas se inspiran en la rica tradición de la oliva de Cieza, su aplicación trasciende este ámbito, destacando así el valor único y la esencia de la oliva ciezana en cualquier preparación.

Las recetas: sabiduría al alcance de tu mano

Si la potencia reside en el sabor genuino, queremos que el acceso a él sea inmediato. He recopilado y ordenado estas variaciones personales que, a partir de la base ciezana, buscan la originalidad y el sabor perfecto.

El valor genuino del aderezo casero y la neurociencia del sabor

Estas fórmulas no son solo una lista de ingredientes; son la memoria condensada en un sabor y un acto de profundo respeto hacia la tradición.

El arte del aderezo de olivas se ha transmitido oralmente de abuelos a nietos, un conocimiento intuitivo donde las proporciones de salmuera y especias se deciden a "ojo". Este instinto, forjado por la práctica, es la clave de su sabor inigualable, un resultado que ninguna cadena de producción masiva puede replicar.

La precisión intuitiva: memoria procedimental en acción

Esta sabiduría del aderezo a "ojo" no es simple azar; es la manifestación de la memoria procedimental, un concepto clave en Neurociencia. Décadas de práctica, transmitidas de abuelos a nietos, graban el proceso en el cerebelo y los ganglios basales del cerebro, permitiendo una precisión que el conocimiento consciente y documentado tarda en igualar.

Este instinto, forjado por la repetición y el contexto, es el verdadero secreto del "sabor inigualable". Es la mente ejecutando una tarea compleja sin necesidad de instrucciones explícitas.

Digitalización del patrimonio vivo: de la tradición a la ciencia documentada

En este contexto, la necesidad de documentar con precisión estas recetas no es un capricho.

La oliva de cieza: un legado en peligro

Aunque Cieza sea hoy mundialmente famosa por el melocotón, la oliva local —especialmente la variedad Mollar— fue el sustento de muchas familias. Hoy, esta nobleza de la oliva se ve relegada, haciendo urgente la necesidad de preservar su tradición y sus recetas.

El reto de la documentación rigurosa

Hemos pasado del "a ojo" a la exactitud en la documentación, con pesos, medidas y tiempos exactos. Esta precisión tiene un doble valor:

  1. Preservación de la diversidad: asegura que el sabor genuino y la diversidad de aderezos no se extingan ante la uniformidad industrial.

  2. Conexión con la actualidad: en un mundo dominado por la Inteligencia Artificial y la digitalización, la documentación precisa de estas recetas representa la digitalización de un patrimonio vivo. Transforma la tradición oral en un archivo accesible, garantizando que la autenticidad regional no se pierda en el cambio de siglo.

El arte de aderezar en casa es la garantía de la identidad gastronómica.

Raíces, memoria y la llama de la identidad personal

Para mí, la oliva es una riqueza que, aunque relegada a un segundo plano en la economía actual, sigue siendo fundamental en mi identidad. Mi memoria se nutre de este fruto, y mi vínculo personal con el olivo de mi tierra, Cieza, es profundo.

Recuerdo que, en mis primeros años de vida en Mogente, el aceite de su fruto alimentó el humilde candil que iluminaba la mesa donde compartíamos el sabor de la tradición, mucho antes de la llegada de la luz eléctrica. Aún hoy, al recoger la poca oliva de mi campo en Cieza, celebramos lo que llamamos la "fiesta de la oliva", una excusa para reunirnos y compartir la satisfacción del esfuerzo, un ritual de unión que se forjó en las raíces de mi infancia en Mogente.

Te invito a revivir el sabor de la memoria condensada en tu propia cocina. El resultado final es sorprendente, casi mágico, al ver lo que somos capaces de conseguir en casa.

Si el aceite alimentó el candil que me dio la luz de la infancia, este legado es la llama que me impulsa a explorar cómo las raíces definen nuestra identidad.


Si deseas profundizar en la historia de la luz, la tradición y el impacto de mis raíces en la forja de mi identidad, te invito a explorar mi relato autobiográfico "Del candil a la bombilla: Huellas biológicas y ambientales en la forja de una identidad".



 

sábado, 18 de octubre de 2025

Un vaso de cerveza y vivir con ataxia: el cincel de la resiliencia en el ritual social

La geometría mágica de una caña bien fría y la ilusión del control


Esta imagen con dos vasos de cerveza habla por sí sola: la espuma densa, el cristal empañado, la promesa de la brisa marina. Es la estampa del ocio perfecto, la ilusión de que todo está bajo control y de que la vida social es un camino siempre llano. Antes de mi diagnóstico, ese vaso representaba la normalidad, la plena felicidad y la despreocupación de quien no conoce límites. Era la banda sonora de mis veranos, el telón de fondo de conversaciones interminables y el sello de cada encuentro con amigos. La normalidad se tejía en esos pequeños rituales, en la facilidad de levantar una jarra sin pensarlo, en el murmullo de las risas sin interrupciones, en la simpleza de existir sin un cuerpo que traicionara las intenciones.


La cerveza es uno de esos raros vestigios que nos anclan a lo social desde hace milenios. Su historia es la historia de la convivencia, la excusa universal para detener el tiempo y conectar. Desde las primeras civilizaciones, ha sido un catalizador de encuentros, un lubricante social que ha facilitado desde acuerdos comerciales hasta celebraciones íntimas. En nuestro contexto mediterráneo, la imagen de una caña es un símbolo casi sagrado, una invitación tácita a la pausa, a la conversación sin prisas, a la alegría compartida. Es la promesa de un momento de fluidez, de risas que no necesitan traducción y de una conexión humana que parece inquebrantable.


Pero siempre he sido consciente de que la normalidad es una convención, una frágil construcción que la vida puede desmoronar en cualquier momento. La experiencia me enseñó, de la forma más cruda, que había que ponerle fecha de caducidad a esa ilusión de control. Y el primer lugar donde esa ilusión se rompió, donde la realidad comenzó a cincelar mi nueva forma, fue, curiosamente, en la mesa de un bar. No fue en un hospital, ni en una consulta médica, sino en el corazón mismo de la vida social que tanto valoraba, donde la ataxia hizo su primera y sutil irrupción, transformando un placer cotidiano en un campo de batalla personal.


El cincel de la ataxia: cuando la costumbre choca con la realidad


Para alguien que vive con ataxia cerebelosa, el cuerpo se convierte en una escultura non finito, una obra en constante lucha por mantener la forma, por aferrarse a la simetría y la coordinación que antes se daban por sentadas. Cada movimiento, cada gesto, se convierte en un acto consciente de equilibrio y precisión, una danza forzada entre la intención y la ejecución. Y si la ataxia es la pérdida de la coordinación, el alcohol es la coctelera química que sacude violentamente el poco control que queda, magnificando cada temblor, cada desequilibrio, cada titubeo. Es como añadir arena a un engranaje ya oxidado, acelerando el desgaste y haciendo evidente la fragilidad.


Lo viví en carne propia, con una intensidad que aún resuena en mi memoria. Recuerdo una tarde, el sol de otoño tiñendo de oro las calles de Cieza, el bullicio de la gente en una terraza. Mis amigos beben, las jarras chocaban con un tintineo alegre, y yo, con la mía en la mano, sentía cómo el mero gesto de levantarla para brindar se convertía en un reto olímpico. La espuma, antes símbolo de frescura, ahora parecía burlarse de mi pulso inestable. El sabor de la cerveza en mi paladar, que tanto me gusta, empezó a asociarse con una incómoda sensación de desorganización, con problemas que, en un principio, sabía disimular muy bien con una sonrisa forzada y una postura rígida.


Notaba cómo con cada sorbo, el cuerpo se desorganizaba de forma significativa. La voz se me enredaba un poco, el paso se volvía más incierto, y la mirada, que antes se fijaba con facilidad, ahora divagaba. Era una progresión dramática que me obligó a tomar una decisión importante: o bebía y perdía el control de mi cuerpo, exponiendo mi vulnerabilidad ante los demás y sintiendo la vergüenza de la inestabilidad, o renunciaba al ritual social, a esa conexión tan arraigada, y me sentía marginado, excluido del círculo de amigos. Una decisión muy dura, que al principio, en un intento desesperado por aferrarme a la normalidad, optaba por seguir bebiendo a pesar de los síntomas que iba a notar en mi cuerpo, pagando el precio de la incomodidad y la autoexigencia. La negación era un escudo, pero un escudo que se resquebrajaba con cada movimiento fallido.


El ritual de la aceptación radical: el brindis por la imperfección


La adversidad es el cincel, y mi vida es el mármol. Cada golpe, cada desafío, ha ido esculpiendo una nueva forma, a veces dolorosa, pero siempre auténtica. La resiliencia es mi única herramienta, pero no como una meta heroica de superar obstáculos con una fuerza sobrehumana, sino como la aceptación consciente de la imperfección. No se trata de volver a ser quien era, sino de abrazar quien soy ahora, con todas mis cicatrices y mis nuevas capacidades. Es un proceso continuo, una negociación constante con la realidad, donde la verdadera victoria no es eliminar el problema, sino redefinir la relación con él.


El giro crucial fue darme cuenta de que el valor del momento, la esencia de la conexión humana, no estaba en la química del alcohol, en la euforia pasajera o en la falsa sensación de normalidad que ofrecía, sino en la sinceridad del brindis, en la mirada cómplice, en la conversación profunda, en el simple hecho de compartir un espacio y un tiempo con las personas que importan. Comprendí que la verdadera magia residía en la presencia, en la autenticidad, y no en el contenido del vaso. Esta revelación fue liberadora, un peso que se desprendía de mis hombros.


Adoptar la cerveza sin alcohol fue mi manera de reclamar el ritual sin alimentar el síntoma, sin comprometer mi bienestar físico y mental. No es un sustituto, no busco reemplazar una experiencia por otra idéntica; es una herramienta de integración, un puente que me permite permanecer en el mundo social sin sacrificar mi autonomía. Me permite estar en la mesa con total presencia, disfrutando del momento social, del sabor (que, seamos sinceros, ha mejorado muchísimo en los últimos años, ofreciendo opciones realmente placenteras) y de la conexión humana, pero manteniendo mi lucidez y mi control físico. Ya no tengo que preocuparme por el temblor de la mano al levantar el vaso, ni por la dificultad para seguir una conversación compleja. La libertad de ser yo mismo, sin la carga de disimular, es invaluable.


Es el non finito en acción: no busco la perfección de la caña con alcohol, esa imagen idealizada del pasado, sino el valor de la imperfección de mi propia vida, de mi cuerpo, de mis circunstancias. El valor reside en la autenticidad, en la capacidad de adaptarme y de encontrar nuevas formas de disfrutar y de conectar, sin pretensiones ni disfraces. La vulnerabilidad se convierte en una fortaleza, y la aceptación en la llave de una plenitud inesperada.


La importancia de redefinir nuestros hábitos y rutinas: recuperar la mesa


La vida nos golpea, nos cincela, nos obliga a soltar la ilusión del control. Nos arranca de nuestras zonas de confort y nos empuja a reevaluar lo que realmente importa. Pero el profesor jubilado en mí insiste: cada golpe, cada desafío, es una oportunidad de redefinir nuestro propósito, de encontrar un nuevo significado en la adversidad. No se trata de una resignación pasiva, sino de una búsqueda activa de nuevas formas de ser y de estar en el mundo. Mi propósito hoy es compartir este mensaje, no como una lección magistral, sino como un testimonio de vida:


La mayor victoria no es volver a beber alcohol, no es recuperar una capacidad perdida, sino recuperar la mesa, el espacio de encuentro, el ritual de la convivencia. Es la victoria de la presencia sobre la ausencia, de la conexión sobre el aislamiento. Es la reafirmación de que la vida social no depende de una sustancia, sino de la voluntad de compartir, de escuchar, de reír y de estar ahí para los demás.


Al final, cuando choco mi jarra de sin-alcohol, estoy celebrando un microéxito: la capacidad de aplicar la ciencia de la mente a mi propia biografía, de elegir la plenitud y la presencia total, incluso en medio de las limitaciones. Estoy brindando por lo que queda, por la amistad incondicional, por la familia que me apoya y por la vida con todas sus cicatrices, con sus imperfecciones y sus inesperadas alegrías. Cada brindis es un recordatorio de que la vida, a pesar de sus desafíos, sigue siendo un regalo precioso.


Así, ese líquido dorado en mi vaso, sea cual sea su composición, se mantiene firme en su rol: la excusa perfecta para mirar a alguien a los ojos y decir: "¡Por nosotros, y por este ratito!". Y ese es el verdadero elixir de la vida, una pócima de autenticidad, conexión y resiliencia que nutre el alma mucho más allá de cualquier burbuja.



Puedes encontrar mi perspectiva sobre la vida y mi interacción con el mármol en mi libro, Vivir con ataxia: alma cincelada.



martes, 14 de octubre de 2025

Guillermo del Madroñal: el arte de cincelar la historia con palabras

El pasado viernes, Cieza rindió un emotivo y merecido homenaje a la memoria de Guillermo del Madroñal, un hombre que no solo fue testigo de la historia, sino que se convirtió en su cronista. En el Museo de Medina Siyasa, en una tarde de profundo significado, su hijo, Joaquín Gómez Carrillo, presentó la obra póstuma de su padre, “Por la senda de la vida”. Fue un evento que resonó con fuerza en mi propia historia, pues me recordó las vidas paralelas de mi familia en Mogente y la de Guillermo en Cieza, forjadas ambas en la misma época de guerra y posguerra que marcó a toda España.

Guillermo, nacido en 1923, creció y se hizo hombre en una España convulsa. Su vida estuvo marcada por las circunstancias particulares de la Guerra Civil y la postguerra, un tiempo de miseria que, a pesar de todo, no logró doblegar el espíritu de su gente. Fue una época en la que el azar, más que las ideologías, forzaba a miembros de una misma familia o a vecinos de un mismo pueblo a empuñar las armas, creando un profundo odio donde antes reinaba el entendimiento humano. Pero, a pesar del dolor y la escasez, Guillermo tuvo un empeño claro y constante: darlo todo por su familia.

Dos vidas, un mismo legado

En este punto, las vidas de nuestras familias, separadas por la distancia de Cieza a Mogente, se entrelazan. Mis padres también vivieron los ecos de aquella guerra y la posterior miseria. Ambas familias, la de Guillermo y la nuestra, compartían las mismas circunstancias de vida: la falta de recursos, el esfuerzo diario y un profundo amor por la tierra y las tradiciones. Pero, a pesar de las penurias, ambas familias lograron algo extraordinario: fueron felices. La felicidad no se midió en posesiones materiales, sino en la unión, en el trabajo conjunto y en la fortaleza de los lazos que los unían.

Ese empeño de Guillermo por su familia se hizo evidente en la presentación del libro, el pasado viernes. Ver a su familia al completo, unida y orgullosa, era la prueba irrefutable de que su sueño se había cumplido. Su mayor legado no es solo el libro y sus escritos que ahora nos deja, sino esa familia fuerte y unida que lo honraba con su presencia. Su propósito de que sus historias y su estilo de vida fueran reconocidos por las futuras generaciones ha sido un éxito, lo que demuestra el profundo orgullo que tenía por sus orígenes y su forma de vida.

De la misma forma, mis padres se empeñaron en mantener a nuestra familia unida en Mogente, y al igual que Guillermo, lo consiguieron. Quizás ese sea el mejor legado que nos han transmitido: no solo somos dos familias unidas, sino que también cultivamos esos valores en nuestros descendientes. Como hijos de esa generación, nos sentimos profundamente orgullosos de nuestro origen, de la senda que ellos trazaron para nosotros y de la cual su obra es un faro que nos ilumina.

Relatos con alma

El libro “Por la senda de la vida” es un relato con alma; este libro y sus escritos, reconocidos y valorados por el Departamento de Antropología de la Universidad de Murcia, nos recuerda que la historia de un pueblo es tan importante como la historia personal de quienes lo habitan. A través de sus palabras, Guillermo del Madroñal nos lleva a un viaje por los paisajes de su infancia, las relaciones vecinales y las penurias de la época, pero siempre con una profunda humanidad. Nos recuerda que la felicidad y la resiliencia son posibles incluso en las circunstancias más difíciles, y que el verdadero legado no se mide en bienes, sino en el amor y los valores que dejamos en nuestras familias.

El legado en una imagen

Y mientras escribo estas líneas, mi mente evoca una imagen que atesoro: la de mi padre y Guillermo del Madroñal, ya mayores, sentados tranquilamente en un banco, en la paz de su vejez. En esa simple estampa, veo reflejadas dos vidas paralelas, unidas no solo por la amistad, sino por las mismas luchas, la misma dignidad y el mismo legado de amor familiar que ambos forjaron en tiempos difíciles. Esa imagen me recuerda que, más allá de la historia oficial, lo que realmente perdura es la memoria de quienes nos enseñaron a vivir con coraje y a cincelar nuestra propia historia.

Pd. 

Si quieres conocer más historias sobre mis propias raíces y las lecciones de vida que me han cincelado, puedes encontrar el relato completo en el libro Del candil a la bombilla.



 

sábado, 11 de octubre de 2025

La Universidad de Murcia: el cimiento de mi Ser y la obra de mi vida

 
Hoy, este artículo está acompañado de un regalo muy especial. Un compañero, un amigo, un ser de luz y profesor de la Universidad de Murcia, Fulgencio Marín, ha querido dejar una reflexión sobre lo que la vida, el cincel de la ataxia y yo hemos construido juntos. En un video, grabado bajo un árbol en el Parque de la Floridablanca de la ciudad de Murcia, Fulgencio habla de mi libro, de la resiliencia y de cómo el ser humano, a pesar de la adversidad, puede mantener la serenidad, la esperanza, la alegría y hasta el sentido del humor, mi mejor aliado. Es un testimonio que me ha emocionado profundamente, no solo por su contenido, sino muy especialmente por haber sido concebido y realizado por una persona que, por su fuerza vital e intelectual, su sensibilidad y su particular filosofía de vida, es todo un referente para mí.
 

Para algunos, la universidad es un mero escalón, un punto de tránsito en el vasto camino de la formación. Para mí, sin embargo, la Universidad de Murcia se ha erigido como el pilar fundamental de mi existencia, el soporte inquebrantable sobre el cual he forjado mi identidad, tanto en lo profesional como en lo personal. Más que una institución empleadora, ha sido una compañera inseparable y un auténtico refugio. En sus aulas, laboratorios y pasillos, la vida me brindó la inmensa fortuna de cruzarme con extraordinarios compañeros de ruta —profesores y alumnos—, almas afines con las que he compartido un enriquecedor viaje de crecimiento. En esencia, ha sido el crisol donde mis aspiraciones más profundas han tomado forma y se han materializado.

Durante más de tres décadas, mi trayectoria profesional fue una inmersión absoluta en la verdadera esencia de la Universidad, en lo que esta institución significa y representa en su sentido más puro. Me dediqué por completo a la docencia, la gestión y la investigación, no como meras tareas, sino como ofrendas a la profunda vocación de servicio que la Universidad me inspiró. Experimenté una inmensa felicidad al ver cómo mis modestas contribuciones no se desvanecían en el vacío, sino que se integraban, ladrillo a ladrillo, en la construcción de un muro que fortalece la imagen social de la institución.

Una alegoría de implicación: el vinculo mutuo

Mi verdadero interés se centró en la docencia, la transferencia del conocimiento a la sociedad y la interconexión entre ambos. Para mí, esto significaba derribar los muros de las Aulas de la Universidad para que el saber no se quedara encerrado en los despachos, sino que sirviera como una herramienta de transformación social y de formación profunda de los estudiantes.

Esta convicción se manifestó de varias formas. Mi labor, centrada en la formación de futuros trabajadores sociales, fue la expresión más clara. No se trataba solo de enseñar teorías, sino de dotar a los alumnos de las herramientas necesarias para que se convirtieran en agentes de cambio. Defendí siempre la unión inseparable entre la comprensión profunda de la persona y el conocimiento del tejido social que la sostiene. Mis clases se convirtieron en laboratorios de vida donde los conceptos teóricos se aplicaban a problemas reales, preparando a los estudiantes para ser faros que guíen a la comunidad.

El cincel de la ataxia y el adiós querido

Pero el cincel de la ataxia, ese golpe inesperado, hizo que mi tiempo en la universidad llegara a su fin. La lucha contra la fatiga y la disartria se volvió insostenible en el aula. Sin embargo, aquel adiós, aunque precipitado por la enfermedad, también fue un cierre querido. Llevaba tiempo sintiendo que, de forma natural, esa etapa estaba llegando a su fin. La ataxia me abrió los ojos a la posibilidad de que se estaban abriendo otras muchas oportunidades. Todavía estaba a tiempo de reconstruir mi hoja de ruta vital, de trazar nuevos mapas y de explorar territorios que antes, absorbido por la rutina académica, ni siquiera había contemplado. La obra, mi obra, simplemente, estaba cambiando de forma.

Al igual que un árbol que devuelve al suelo los nutrientes que lo nutrieron, he recibido de la Universidad de Murcia más de lo que he podido dar. La deuda es inmensa y la gratitud, eterna. Porque al contribuir a su grandeza, la universidad me hizo más grande a mí. Y esa es, en el fondo, la más bella de las alegorías: la de una vida dedicada a una institución que, al final del camino, se convierte en una parte esencial de la propia vida.

Esta es la historia de mi vida académica, pero la vida entera es una obra en proceso, un "non finito" constante. Si quieres conocer el resto del viaje, el que me ha cincelado como persona y paciente, te invito a leer mi libro, Vivir con ataxia: el alma cincelada.

¿Y tú, tienes algún lugar que haya sido el cimiento de tu vida?



 

miércoles, 8 de octubre de 2025

Un héroe de cuatro patas

Si miro hacia atrás a mi infancia, la primera imagen que me viene a la mente no es solo la de mis padres, sino también la de Mora, nuestra perra. La fotografía que tengo de mis padres sosteniéndome en sus brazos, con Mora encaramada en las piernas de mi padre, es la prueba visual de que siempre formó parte de la familia. Pero mi profundo cariño por los perros no solo proviene de las experiencias directas, sino que tiene unas raíces mucho más profundas, cimentadas en las historias que mi padre me contaba sobre un perro que nunca conocí: Terrible.

El poder de un buen narrador

Mi padre era el narrador de las historias más fascinantes que he oído. Sus relatos, tan vívidos que parecían cobrar vida, eran mi conexión con un pasado que no viví, especialmente con la figura de mi abuelo José Ramón y su extraordinario perro, Terrible. Terrible no era un perro cualquiera. Según mi padre, era un miembro más de la familia, un guardián silencioso y un compañero incondicional que poseía una inteligencia inusual y una obediencia inquebrantable. Sus ojos, oscuros y vivaces, parecían comprender las peticiones más sutiles.

Lecciones de un héroe mitológico

En mis ojos de niño, Terrible no era un perro, era un héroe mitológico. Mi padre me contaba auténticas proezas de él, hazañas que rozaban lo legendario. Recuerdo el relato de “el almuerzo olvidado”: un día, mi abuelo se da cuenta de que ha dejado la comida en el pueblo. Con una simple petición, Terrible emprende el camino de vuelta, se las arregla para que mi abuela le entregue el almuerzo y regresa al campo para entregárselo a mi abuelo. O el del “niño perdido”: un día, un niño se extravía en el campo, y Terrible, con su agudo olfato, lo encuentra sano y salvo y lo guía de vuelta. Cada una de estas historias, repetidas con devoción por mi padre, no solo forjaron mi amor por los perros, sino que moldearon mi propia capacidad de empatía y mi comprensión de lo que significa la lealtad.

Un legado emocional

Desde la psicología, sabemos que las narrativas tempranas tienen un impacto duradero en nuestra psique. Las historias que escuchamos una y otra vez de pequeños se convierten en parte de nuestro propio guion vital. Mi padre, sin saberlo, estaba sembrando en mí las semillas de una conexión profunda con el mundo animal, una que se fortaleció con la presencia real de Mora y otros perros en mi vida. A través de los relatos de Terrible, mi padre me enseñó que la lealtad y el valor no solo se aprenden de forma directa, sino que a veces se siembran en el alma a través de las historias de quienes nos precedieron.

La vida es lo que uno recuerda

La historia de Terrible, con su carga emocional y su mensaje de lealtad incondicional, se grabó en mi memoria. Cada vez que mi padre relataba sus proezas, yo revivía las emociones de la historia, fortaleciendo mi afecto por los perros. Aquellos relatos, unidos a la experiencia de convivir con ellos, no solo forjaron mi amor por los animales; contribuyeron a un sentido de pertenencia y orgullo por las raíces y la forma de vida de mis antepasados.

Así, mi aprecio por los perros es fruto de una herencia emocional, un regalo inmaterial que mi padre me dio. Es un recordatorio de que las lecciones más importantes no siempre vienen de lo que nos sucede, sino de cómo interpretamos y contamos nuestro pasado. La vida, como me enseñó Gabriel García Márquez, “no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda para contarlo”. Y las historias de Terrible, un héroe de cuatro patas, son una parte fundamental de la forma en que yo recuerdo y cuento mi infancia.

El relato completo en el que se basa este artículo, "Del candil a la bombilla: Huellas biológicas y ambientales en la forja de una identidad", publicado en la plataforma Medium de acceso gratuito


 

sábado, 4 de octubre de 2025

Francisca Moya del Baño y el cincel del alma

En un mundo de inmediatez y "ídolos efímeros", la búsqueda de modelos de conducta auténticos se ha vuelto más urgente que nunca. Los referentes son cruciales en la construcción de nuestra identidad, ya que nos ofrecen un mapa para la vida, más allá de la mera carrera profesional. Nos enseñan que el éxito real no se mide por la fama, sino por la integridad, la humildad y el impacto positivo que dejamos en nuestro entorno.


Siempre he tenido mis referentes, personas que por su conducta y valores me han servido como un modelo a seguir. Una de ellas, sin duda, es Francisca Moya, cuya vida es un faro de coherencia vital que ha influido en la construcción de mi propia identidad. Pero antes de Francisca, mis primeros mentores fueron mis padres. De mi madre, Enriqueta, aprendí la resiliencia hecha carne, una fuerza arrolladora que le permitía afrontar las faenas del campo con una dignidad inquebrantable. Me enseñó que la valentía no es la ausencia de fatiga, sino la voluntad de seguir adelante a pesar de ella. Mi padre, Conrado, me legó el silencio y la constancia. Su ejemplo me mostró que el trabajo bien hecho no necesita aplausos y que el amor más profundo no necesita palabras, simplemente actúa. Estas son algunas de las historias y enseñanzas que recojo en mi relato "Del Candil a la bombilla", donde exploro la importancia de nuestras raices y  cómo las experiencias de vida de nuestros mayores iluminan nuestro propio camino.


En esta misma línea, el Premio al Mayor de la Región de Murcia 2025, otorgado a la filóloga Francisca Moya del Baño, adquiere un significado especial. Este galardón es un homenaje a sus logros pasados y un reconocimiento a su relevancia actual como guía para las nuevas generaciones.


Francisca Moya: El cincel de la humildad y la perseverancia


La trayectoria de Francisca Moya trasciende el hito de ser la primera mujer en obtener una cátedra en la Universidad de Murcia. Su vida es un testimonio elocuente de cómo la perseverancia y la humildad se entrelazan. Con una "naturalidad firme", rompió barreras en un ámbito predominantemente masculino. Es un claro ejemplo de resiliencia, demostrando que los desafíos no son impedimentos, sino oportunidades para el crecimiento y el fortalecimiento personal, y cómo transformar estas adversidades y obstáculos en posibilidades.


En ella he encontrado un pilar fundamental para cincelar mi propia alma, conectando con mi libro, "Vivir con ataxia: el alma cincelada". A través de su ejemplo, he podido profundizar en conceptos clave que también abordo en mi obra:

  • Resiliencia: Su vida me ha enseñado a convertir la adversidad en una obra de arte, utilizando el "cincel de la resiliencia" para pulir mi propia alma. Su ejemplo me ayuda a abrazar el "non finito" de mi vida, encontrando belleza en la imperfección y fortaleza en cada desafío superado.

  • La familia como andamio: Su manera de entender la familia, a la que yo llamo "tribu", me ha enseñado que las personas que me rodean son la verdadera fuerza que me sostiene. Su ejemplo refuerza la idea de que la familia es el "andamio" que construimos día a día, un soporte inquebrantable que nos ayuda a dar sentido a la vida y a enfrentar cualquier adversidad.

  • Compromiso social: Francisca Moya me ha mostrado que la excelencia profesional se enriquece cuando se pone al servicio de los demás. Su voluntariado en Proyecto Hombre y Cruz Roja me recuerda que la contribución a la comunidad es tan esencial como los logros individuales, demostrando que el verdadero impacto se mide en el bienestar colectivo.

El acto de entrega del premio fue de gran emotividad. La ceremonia fue reforzada por las palabras de los intervinientes, y de manera especial, por la participación sorpresa de su hijo, Juan Gallego Moya. Su potente voz, al interpretar la canción "Mattinata" de Ruggero Leoncavallo, me conmovió profundamente. Su intervención fue un "broche de oro", que reforzó la idea de que los lazos familiares son el cimiento que sostiene la vida. Este galardón no fue solo un reconocimiento público, sino también un recordatorio íntimo de la importancia de la educación, el servicio y la autenticidad como pilares de una vida con sentido.


En definitiva, Francisca Moya es un faro que me guía y me inspira. Su vida es una obra en constante creación, un testimonio vivo de que la integridad y la perseverancia construyen un legado perdurable