miércoles, 17 de septiembre de 2025

El cincel de Mogente: cómo las raíces forjan el alma cincelada

 

El domingo por la tarde, al levantar la vista al cielo de Cieza, me detuve a contemplar un espectáculo que la naturaleza nos regala de vez en cuando. Una imponente acumulación de nubes, de formas singulares y caprichosas, parecía como apoyada en el horizonte, sin más nubes en el cielo. Tras la fascinación y el asombro por lo que estaba viendo, la primera tentación, como en la infancia, fue buscar figuras en ese lienzo etéreo: un dragón, un rostro, un gigante durmiente. Pero como psicólogo y profesor, mi mente fue más allá y recordó una lección fundamental: la nube, en sí misma, es solo vapor. Es nuestra mente, nuestra imaginación, nuestra percepción, la que le da forma, la que la convierte en lo que queremos que sea.

Esta lección, que tantas veces expliqué en las aulas de la Universidad de Murcia, es, en el fondo, la metáfora de la vida. La adversidad es solo un evento, un bloque de mármol sin forma. Y somos nosotros, con el cincel de nuestra perspectiva, quienes le damos sentido. Fue en mi infancia en Mogente, en ese mundo iluminado por un candil, donde la vida me entregó el primer y más importante de esos cinceles.

En el Mogente de mi niñez, el día no empezaba con un despertador, sino con el canto del gallo. Y la noche no empezaba con un interruptor, sino con el ritual del candil. Esa es la imagen que me viene a la mente cuando pienso en mis primeros años: un mundo de contornos suaves, una luz pequeña pero suficiente que, a pesar de sus sombras, nos protegía y nos unía alrededor de la mesa. En esa luz tenue y cálida, aprendí el valor de la vida y la importancia de la familia.

La vida era más dura y sencilla. El esfuerzo, la humildad y la austeridad no eran palabras, eran la forma de vida de mis abuelos y de mis padres, un legado que recibí sin darme cuenta. Mis abuelos maternos, "els Cambredoners", con sus manos curtidas por el trabajo de la tierra, me enseñaron que la perseverancia es la única forma de que la semilla se convierta en fruto. De mi abuelo Eliseo, un hombre silencioso y trabajador, aprendí que la honestidad y la sencillez son la mayor de las virtudes. Y mi padre, un autodidacta con una curiosidad insaciable, con el que la vida me dio un microéxito diario: un paseo por el campo donde me explicaba que la vida y el conocimiento no se encuentran solo en los libros, sino también en la observación, la experimentación y en las conversaciones que se tienen al atardecer.

Ellos me entregaron el primer cincel, la perspectiva que me hizo comprender que la vida no es lo que nos sucede, sino lo que hacemos con ello. Esas enseñanzas se convirtieron en la herramienta que necesitaba para moldear este nuevo yo.

Pero nadie cincela un alma en soledad. En Mogente, mis abuelos y mis padres fueron el andamio que me sostuvo en mi niñez. Y ahora, ante el desafío de la ataxia, mi tribu se ha convertido en ese andamio humano. Es mi pareja, mis hijas, mis hermanos, mis amigos, mis lectores, y todos aquellos que, con un mensaje, una llamada o un simple gesto de apoyo, me permiten seguir de pie y trabajando en mi propia escultura.

Este es mi mensaje y el puente que une mis dos historias. La vida es una obra de arte non finito, inacabada. Y la adversidad, sea la escasez del Mogente del candil o el golpe de la ataxia en la vida adulta, no es un castigo, sino la oportunidad de usar nuestro cincel. Un cincel que no se compra en una ferretería, sino que se forja en el corazón de nuestra historia y se afila con la sabiduría de la percepción. Y el orgullo por nuestras raíces, por las personas y los lugares que nos dieron forma, es la chispa que ilumina el camino, para que nunca olvidemos quiénes somos mientras nos convertimos en la persona que queremos ser.

Esta es solo una de las historias que narro en «Del candil a la bombilla». Si te ha interesado, te invito a descubrir el relato completo en: https://goo.su/3IVhEP2. También puedes encontrar más reflexiones sobre la resiliencia y la vida con ataxia en mi libro «Vivir con ataxia: el alma cincelada»: https://amzn.to/3V7J2lb.



sábado, 13 de septiembre de 2025

La luna llena y el hilo invisible que teje la vida

Hay pasiones que parece que nos eligen, que nacen de una chispa en la infancia y se quedan para siempre. Para mí, esa pasión tiene un nombre: la luna. Y muy singularmente, la luna llena. Hoy, con la distancia de los años, me reconozco como un selenófilo, una persona que siente una fascinación profunda por nuestro satélite natural, que encuentra en ella un eco de la suya existencia.

Pero mi amor por la luna no nació de un libro o de una clase de ciencias. Se forjó bajo el vasto cielo sin contaminación lumínica del Mogente de mi niñez. Era entonces, en el porche de la "Casa del Macho", cuando mi padre, con su voz pausada y su imaginación desbordada, tejía historias que me envolvían. Me contaba que la luna era una gran moneda mágica que se gastaba al viajar por el cielo, pero que luego volvía a llenarse, a crecer, hasta estar completa otra vez. Era su manera de recordarme que, después de menguar, siempre se puede volver a estar entero. Y mi favorita, la que aún resuena con fuerza, era su promesa de que, al anochecer del día siguiente, íbamos a subir a lo alto de la montaña para "tocar la luna".

Aquellas historias nocturnas, sentado junto a mi padre en el porche de nuestra casa de campo, oyendo sus palabras que pintaban la luna con magia y misterio, me marcaron para siempre. Dejaron en mí no solo un vínculo con mi padre tan profundo como las raíces de la encina, sino una huella imborrable: una fascinación por la luna que era, en realidad, un eco de su propia imaginación.

Años después, esa pasión infantil se trasladó a Cieza, mi hogar. Allí, con mis amigos, "los Chinarreros", una hermandad forjada en el chinarro de los caminos y en la risa compartida, creamos una de nuestras muchas tradiciones: "la luna de abril". La cita, durante muchos años, era sagrada: a las diez de la noche de luna llena de abril, en el Puente de Hierro. Desde allí, nos lanzábamos a recorrer las sendas de la Atalaya, iluminados solo por la luz de la luna llena que, como un faro silencioso, se convertía en la guardiana de nuestra amistad y complicidad. Correr sin linternas, con el crujido de la grava bajo nuestros pies y el aliento en los pulmones, era nuestra liturgia. Sorteábamos las sombras danzantes que la luna proyectaba, cada tropiezo un susurro del terreno, cada risa ahogada un eco de la libertad salvaje que se nos metía en el alma.

Pero la luna, esa vieja cómplice de nuestras correrías, empezó a proyectar nuevas sombras, no ya las del terreno, sino las de un cuerpo que, lentamente, comenzaba a rebelarse. Mi mente, hábil en el arte de la negación, guardaba los tropiezos y los titubeos en el cajón de "cosas de la edad". Aquella fatiga, que me obligaba a detenerme bajo el mismo fulgor lunar que antes nos impulsaba, era el primer golpe de cincel de la ataxia, un presagio sutil que solo años después descifraría. En retrospectiva, hoy comprendo que esa podría ser la primera vez que la ataxia, ese golpe de cincel en mi vida, hacía su presencia.

Hoy, el grupo ha dejado de correr la "luna de abril". Pero el espíritu de aquellas noches no se ha extinguido. Las noches de luna llena siguen siendo un momento de conexión, de nostalgia y de profunda gratitud. A pesar de los cambios, el espíritu de aquellas experiencias perdura, y la luz de la luna sigue siendo un símbolo de la amistad inquebrantable de los Chinarreros, un pilar fundamental en mi vida. Ellos son, y siempre serán, parte de mi "tribu", el andamio que me sostiene cuando el mármol amenaza con agrietarse. La luna de abril me enseñó que hay una belleza resiliente en lo imperfecto y un propósito en lo inacabado.

¿Qué historias o lugares de vuestra vida os han marcado para siempre?

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miércoles, 10 de septiembre de 2025

La Ataxia y mi abuelo José Ramón

Hablar de mi abuelo José Ramón es hablar de una de las primeras grietas que mi alma descubrió en el mármol de la vida. Mi memoria lo tiene presente, tanto por lo que hizo a lo largo de su vida como por sus últimos años de vida, un tiempo en el que mi mundo no estaba preparado para nombrar la fragilidad. 

Recuerdo la casa de mis abuelos, enclavada en una callejuela estrecha del Barrio de Santa Ana de Mogente. El aire olía a cerrado, a la cera de los muebles antiguos y, a veces, a la manzanilla que le preparaban.

Un mundo reducido a una silla

Mi abuelo, un hombre que antes había sido recio y activo, ahora estaba confinado a su silla. Siempre lo recuerdo con una camisa de cuadros y un chaleco negro, impecablemente abotonado, y unas zapatillas de esparto. En los últimos años de su vida su mundo se había reducido a ese pequeño espacio, a la ventana con su visillo blanco y a las visitas que rompían la monotonía. Notaba el cambio en su habla, que se había vuelto pastosa, lenta y difícil de entender. Su cuerpo se había rendido a la inmovilidad. Como un bloque de mármol del que el cincel había retirado una parte, su figura parecía incompleta. Su voz se había vuelto más lenta y pastosa.

La mirada inocente de un niño

Yo lo veía todo con naturalidad, con la mirada curiosa y despreocupada de un niño. Para mí, él era así. Nunca lo vi intentar levantarse. Su cuerpo, inmóvil en su silla, me transmitía una paz extraña. Mi abuelo me enseñó, sin necesidad de palabras, el profundo significado del deber y el amor filial. En aquel entonces, yo no sabía que su inmovilidad, su habla pastosa y la falta de equilibrio eran síntomas de una enfermedad a la que años después pondríamos nombre: ataxia hereditaria.

Recuerdo que a él le encantaba sentir el alboroto de sus nietos cerca, esa vitalidad que a él se le escapaba. Se alegraba sinceramente, y cuando nos marchábamos, a menudo oíamos su voz llamándonos: «¡Chiquets! ¡No os vayáis tan pronto!». Fue en esa habitación umbría de Mogente donde mi abuelo fue exquisitamente cuidado. Día tras día, su familia, mi abuela y mis tíos, lo atendieron con una dedicación silenciosa y constante. Aquella imagen se grabó en mi memoria y me enseñó, sin necesidad de palabras, el profundo significado del deber y el amor filial. Supe entonces que, llegado el momento, yo también cuidaría de mi padre en casa hasta el final.

La herencia silenciosa y la conciencia de la vulnerabilidad

Conviví desde entonces con la certeza de que la enfermedad de mi abuelo era una herencia latente, una posibilidad que acompañaría a algunos de nosotros. Este episodio fue la ilustración más directa de la interacción entre la biología (la herencia genética de la ataxia) y el ambiente familiar (el cuidado y el amor incondicional). La experiencia de la enfermedad de mi abuelo no solo impactó en mi padre, sino que también sembró en mí una conciencia profunda sobre la vulnerabilidad humana. Es una de las huellas indelebles en mi identidad.

Lo que no sabía entonces es que esa aparente "fragilidad propia de la edad" no era una estadística, sino una realidad que afectaba a muchas familias en silencio. Mi abuelo no era un caso aislado; era parte de una realidad invisible. La falta de un diagnóstico, de una etiqueta que pusiera nombre a su enfermedad, lo convertía en un número más, en una persona con un "deterioro propio de la edad", y no en un paciente con ataxia. Hoy, como psicólogo y paciente, entiendo que la lucha contra la ataxia es también una lucha por visibilizar y poner nombre a una realidad que, durante mucho tiempo, ha permanecido oculta en la intimidad de los hogares.

Disipando las sombras del trauma transgeneracional

Mirando hacia atrás, las sombras del trauma transgeneracional que envolvieron el silencio de mi hogar se disipan al comprender cómo la neurociencia nos permite descifrar esos ecos emocionales. La resiliencia de mi abuelo y su compromiso con la justicia social  son, para mí, mucho más que recuerdos familiares; son los cimientos sobre los que se asienta mi propio sentido de propósito y felicidad. El orgullo por estas raíces no es una simple emoción, sino la constatación de que las dificultades de mis antepasados no fueron en vano.

Reflexión y el legado de mi abuelo

La historia de mi abuelo José Ramón no es solo un relato de dolor y enfermedad. Es también un testimonio de resiliencia, de dignidad y de amor incondicional. En un mundo en el que la ciencia aún no podía ponerle nombre a lo que le pasaba, su familia, su tribu, se convirtió en su refugio.

Su legado, para mí, no es la ataxia, sino el amor y el cuidado con el que su familia lo acompañó hasta el final. Es la prueba viviente de que la adversidad, cuando es afrontada con amor y dignidad, puede transformarse en una lección de vida. Su historia me enseñó a valorar lo esencial, a buscar la belleza en la imperfección y a encontrar la fortaleza en los lazos que nos unen.

Esta es solo una de las historias que narro en «Del candil a la bombilla». Si te ha conmovido, te invito a descubrir el relato completo en: https://goo.su/3IVhEP2. También puedes encontrar más reflexiones sobre la resiliencia y la vida con ataxia en mi libro Vivir con ataxia: el alma cincelada: https://amzn.to/3V7J2lb.
 

martes, 9 de septiembre de 2025

Crónica de una entrevista sobre la vida y la felicidad

Onda Cieza, en la mañana del 9 de septiembre, no ha sido un estudio de radio más. Se convirtió en un espacio de reflexión y emotividad donde el foco no es una enfermedad, sino la vida misma. "Vivir con ataxia: El alma cincelada" es un libro que no habla de dolor, sino de la búsqueda de la felicidad a pesar de las adversidades.

Un inicio lleno de gratitud

La entrevista, conducida por Luisa, comenzó con un tono cálido y espontáneo. Con una admiración palpable, agradecí la oportunidad y la alegría que la presentadora transmite, un sentimiento que, como yo mismo dije, me "inunda de felicidad". Esta energía positiva marcó el ritmo de toda la conversación, demostrando desde el principio que la charla no sería una simple promoción de un libro, sino un viaje personal y sincero.

La vida como una obra de arte imperfecta

El hilo conductor de la entrevista fue la poderosa metáfora del libro: la vida es una obra de arte inacabada e imperfecta, como las esculturas de Miguel Ángel. Expliqué que, a diferencia de los modelos de perfección que nos imponen, la belleza real se encuentra en el proceso, en la lucha diaria y en las imperfecciones que nos cincelan. "El libro no es una obra de arte, la obra de arte es la vida, la vida es una obra de arte imperfecta que construimos día a día", afirmé, resumiendo la filosofía detrás de mi testimonio.

De la adversidad a la oportunidad

A lo largo de la conversación, compartí tres ejemplos personales que ilustran esta filosofía:

  • El fracaso profesional: Confesé que mi dificultad para dar clases magistrales en la universidad me llevó a innovar en mi metodología de enseñanza. En lugar de ser un orador, me convertí en un facilitador, creando un método activo y participativo que resultó ser un "éxito total" y me hizo un mejor prfesor.

  • La ataxia: Describí mi enfermedad neurodegenerativa, que afecta a la locomoción, el habla y el oído, no como una limitación, sino como una oportunidad. Con una hermosa imagen, reemplacé el "pato mareado" que la enfermedad me hace parecer, por la "mariposa azul" que vuela sin seguir un ritmo lineal, una metáfora que me identifica plenamente.

  • La pérdida más dura: Con la voz cargada de emoción, me referí a la muerte de mi mujer como la adversidad más dolorosa. A pesar del inmenso dolor, expliqué que ese momento no fue el final, sino que "fue una oportunidad de conocer a mi nueva pareja y ser feliz". Enfatizé que es crucial permitirme vivir el duelo, pero sin enquistarse en la tristeza, ya que el camino siempre ofrece la posibilidad de ser feliz de nuevo.


La "tribu" que da sentido a la vida

Un tema recurrente ha sido la importancia del apoyo de mi "tribu". Dediqué un tiempo a agradecer a las personas que me han sostenido: mi familia, mis hijas, mi pareja, y personas como Joqui, "que ha cuidado de nuestra familia durante años", y mi vecina Mariana, quien "no solo tiene la llave de mi casa en el pueblo, sino también la llave de mi confianza". Los describí como mi "andamio" y mi "burbuja vital", sin los cuales el camino no tendría sentido.

Un mensaje de utilidad y optimismo

La entrevista concluyó con una reflexión sobre mi propósito. Más allá del libro, mi objetivo es "seguir siendo útil" y compartir mi historia para ayudar a otros. Hablé de mi deseo de participar en asociaciones de enfermedades raras y de la importancia de ser agradecido y de "ver la adversidad con una sonrisa". Al final, un momento de profunda emoción me hizo decir que el simple hecho de estar en la radio ya hacía que el esfuerzo valiera la pena, demostrando que mi felicidad es tan genuina como el mensaje de mi libro.

 



sábado, 6 de septiembre de 2025

¿Estamos solo sobreviviendo? El mapa para empezar a vivir de nuevo

Es una pregunta que, en algún momento, todos nos hemos hecho. Quizás al final de un día monótono, o al mirar por la ventana en un momento de pausa. ¿Estoy realmente viviendo, o simplemente estoy sobreviviendo?

Vivimos en una dinámica que nos empuja a la velocidad, a la productividad y a la búsqueda del siguiente objetivo. Parece que nuestra única misión es sobrevivir a la semana, al mes, o hasta las vacaciones. En este ritmo frenético, el alma entra en piloto automático, se conforma con ir a flote y la vida se convierte en una serie de tareas y obligaciones. La felicidad, el disfrute pleno, se pospone para un futuro lejano que rara vez llega.

Yo, particularmente, siempre he intentado vivir plenamente. Desde muy joven, he creído en la importancia de ser el protagonista de mi historia, de sentir cada experiencia. Por eso, el diagnóstico de ataxia no fue un inicio, sino un punto de inflexión que me obligó a vivir con una intensidad aún mayor. La certeza de estar afectado por esta enfermedad no me paralizó, sino que me dio un nuevo impulso para ir más allá de la supervivencia.

La ataxia se convirtió en un regalo inesperado. Me enseñó que no existe un único "mapa" hacia la vida plena. El mapa es, en realidad, un conjunto de decisiones pequeñas y valientes que tomas cada día. Es la decisión de aceptar la realidad, por dura que sea; la decisión de buscar el humor en lo absurdo, o la de conectar de manera genuina con alguien, aunque te cueste.

El bastón de apoyo y el camino.

Como se puede apreciar en la foto que acompaña este texto, el bastón de apoyo es una de mis herramientas. Sin embargo, no es un signo de debilidad, sino una extensión de mi voluntad. Es la prueba tangible de que la vida no es un destino al que se llega sin fallos, sino una serie de paisajes que se exploran con las herramientas que se tienen.

Se trata de encontrar tu propio camino, no de seguir el de nadie más. Y la herramienta más poderosa de todas es la de elegir la intención. La de elegir, cada mañana, vivir en lugar de simplemente sobrevivir.

Si quieres explorar este viaje y entender cómo se cincela un alma para encontrar su propósito, puedes encontrar el mapa completo en mi libro:

"Vivir con ataxia: el alma cincelada".





miércoles, 3 de septiembre de 2025

El humor como cincel: la 'retranca' y otras herramientas de supervivencia

Ahora que muchos regresan de sus vacaciones, a menudo con un sentimiento de nostalgia por el fin del descanso y la vuelta a la rutina, me doy cuenta de que la vida, en esencia, es un viaje constante. El camino tiene subidas y bajadas, y la clave no es qué tan ligera sea la mochila, sino el valor de las herramientas que llevas dentro.

La fotografía que acompaña este texto no es solo el saludo a una montaña, es mi forma de honrar a uno de los iconos de mi vida en Cieza: el Almorchón. A lo largo de los años lo he subido muchas veces, y en cada cima he dejado un pedazo de mi esfuerzo y he recogido un poco de su fuerza. Hoy, que mis pasos son distintos, mi saludo a esa montaña es un reconocimiento a la perseverancia, a esa fuerza interior que me sigue ayudando a mantener el equilibrio. Los bastones de senderismo son como el humor en mi vida. Un accesorio que no pesa nada, pero que lo equilibra todo.

En mi libro, 'Vivir con ataxia: el alma cincelada', exploro cómo el humor se ha convertido en una de las herramientas más poderosas para esculpir un alma resiliente.

El humor como estrategia de afrontamiento

En los momentos más serios y a veces sombríos de esta nueva vida, he descubierto nuestra herramienta más sofisticada, poderosa y humana para la resiliencia: el humor. No hablo de la broma frívola que trivializa el dolor, sino de esa capacidad de reírse de uno mismo, de encontrar la incongruencia en medio de la dificultad. He comprobado que el humor es una defensa madura, una estrategia activa de afrontamiento.

Para mí, el humor actúa como un potente agente de reestructuración cognitiva. Cuando me río de mi caligrafía, que parece un sismógrafo durante un terremoto, o de mis intentos fallidos de saltar a la comba en el gimnasio, que parecen más una danza caótica que un ejercicio, estoy desdramatizando. Le quito poder a la limitación y la convierto en una anécdota absurda. Esta capacidad para reírse de las propias imperfecciones es una de las manifestaciones más puras de la aceptación. No es resignación, es humildad.

La comunidad del humor

He sido testigo de este hecho de forma conmovedora en colectivos de personas con discapacidad. Las bromas más "oscuras" o irreverentes sobre sus propias realidades suelen ser contadas entre ellos mismos, con una complicidad que los ajenos rara vez entienden. Esto no es solo una forma de desahogo; es una poderosa válvula de escape emocional y social. Ese humor compartido fortalece la cohesión del grupo, genera un espacio de autenticidad donde se pueden expresar las verdades más incómodas sin juicio, y les permite afrontar la adversidad desde una posición de empoderamiento colectivo.

La ciencia detrás de la risa

Y la ciencia, mi vieja aliada, lo confirma. Cuando nos reímos, nuestro cerebro libera un cóctel de neurotransmisores beneficiosos: endorfinas, nuestros analgésicos naturales; dopamina, implicada en el placer y la motivación, y serotonina, que contribuye a la felicidad y reduce la ansiedad. Al mismo tiempo, la risa reduce los niveles de cortisol, la hormona del estrés. Después de una buena carcajada, el cuerpo está literalmente más relajado y la mente más clara. El humor es, en definitiva, un cincel de luz, una herramienta que, sin golpear, ayuda a soportar el peso del mármol y le arranca destellos inesperados.

El silencio de un amigo de piedra

Y aquí nos despedimos, viejo amigo de piedra. Tu mayor lección no estaba en una voz que nunca tuviste, sino en tu silencio persistente. En él he aprendido a escucharme. Ya no te pregunto nada, Esclavo. Solo te miro y asiento, con la serena gratitud de quien ha encontrado en el reflejo de tu lucha el sentido de la suya propia. La obra continúa. Continuamos.

Nota del autor: Este texto es un extracto y una adaptación de las reflexiones que desarrollo en mi libro 'Vivir con ataxia: el alma cincelada'. A lo largo de mi vida, he buscado la coherencia entre mi "máscara" como profesor de psicología y mi "persona" como paciente, encontrando en la escritura una forma de compartir mi experiencia y transformar la adversidad en un legado de servicio. Si te interesa profundizar en este viaje, te invito a conocer la obra completa.

sábado, 30 de agosto de 2025

Mi tribu ha cincelado mi alma

Si me acompañáis en este blog desde hace tiempo, sabéis que mi vida se ha convertido en una obra de arte inacabada. Es un proceso de cincelado constante, y la ataxia ha sido el gran bloque de mármol que me ha tocado esculpir.

Hoy, sin embargo, quiero hacer una pausa y dedicar este espacio a una verdad que, para mí, se ha vuelto más importante que cualquier otra: la obra maestra no se cincela en soledad. Mi libro, "Vivir con ataxia: el alma cincelada", es un relato sobre este camino, pero su verdadera esencia no está en mi esfuerzo, sino en las manos de mi tribu. Este artículo es mi forma de decirles que la mano que ha guiado la herramienta, que ha sostenido mi alma y que me ha devuelto la luz, ha sido la de ellos.

La tribu: el andamio imprescindible

Lo que yo entiendo por "tribu" va mucho más allá de un grupo de personas. Para mí, mi tribu es el andamio que sostiene la obra inacabada de mi vida. Es la estructura que me permite trabajar, avanzar y no caer cuando el suelo se mueve bajo mis pies. Sin este andamio, simplemente, no estaría aquí. Cada viga, cada soporte, cada pieza en esta estructura tiene un nombre y un apellido.

El primer andamio: la arcilla del hogar

El taller de mi vida se fundó entre las paredes de mi casa en Cieza. Fue allí donde aprendí la primera lección de la resiliencia: no se aprende en los libros, sino con el amor silencioso de los gestos cotidianos. Mis padres, mis hermanos, mis dos hijas y mi mujer, la que me acompañó en el primer tramo del camino, fueron las vigas maestras del primer andamio. Con su amor, comenzaron a darle forma a mi alma, ayudándome a pulir las aristas más duras del miedo y la incertidumbre. En el calor de la familia, mi casa dejó de ser un simple lugar para convertirse en un puerto seguro, el primer y más firme andamio de mi vida.

El sostén de mi actual compañera de viaje

Pero hay vigas que merecen un apartado propio. La de mi actual compañera de viaje. Su presencia no solo ha reforzado mi andamio, sino que se ha convertido en una parte activa de mi tribu, una viga que sostiene mi vida diaria. Su presencia ha sido un cincel constante, firme, que ha trabajado conmigo, a mi lado, cada día. Ella no ha sido solo un hombro en el que apoyarme, sino una mano que me ha ayudado a sostener la herramienta, mostrándome una fuerza que no sabía que tenía.

Las vigas de apoyo para cada desafío

A medida que el bloque de piedra se hizo más grande, mi andamio creció y se adaptó. Con cada nuevo desafío, un nuevo soporte era colocado por mi tribu para que yo no me derrumbara.

  • Los pilares de Cieza y la universidad: la tribu que se escoge es tan vital como la que se hereda. Con ellos, mis amigos de Cieza y la universidad, no solo compartí tiempo y espacio, sino una forma de entender la vida. Me vieron no como un paciente, sino como un igual, un cómplice. Con ellos, el humor se convirtió en una viga indispensable que rompía la tensión. Su respeto era un soporte que me permitía seguir siendo yo mismo, incluso cuando mi cuerpo ya no era el mismo.

  • La viga de la presencia silenciosa: a menudo, el apoyo no necesita palabras. Es un abrazo en el momento oportuno. Un amigo que me acompaña a un evento sin que se lo pida. Una simple presencia que me dice: "Aquí estoy, y contigo estoy seguro de que no nos perdemos". Esas vigas, sutiles y poderosas, han sido los puntales que me han mantenido en pie.

  • La viga de la inspiración: mi tribu no se limita a mi círculo más cercano. Se extiende a aquellos que, desde la distancia, han visto en mi historia una lección de vida. Sus palabras y sus preguntas son una viga más en mi andamio, recordándome que mi historia tiene un propósito que va más allá de mí mismo, que puede ser un faro para otros.

El optimismo es la belleza del andamio

Mi optimismo no es una cualidad innata. Es la belleza que ha surgido de un andamio bien construido. El resultado tangible de la fuerza, el cariño y el apoyo de mi tribu. Ellos me han mostrado que, aunque la ataxia es mi sombra, la luz de su apoyo es mucho más poderosa y que el sufrimiento, cuando es compartido, se convierte en un acto de fe.

Mi libro, "Vivir con ataxia: el alma cincelada", es en esencia un himno a este andamio. Es mi forma de decirles que esta obra no es mía, sino nuestra. Es un testimonio de que el alma cincelada, lejos de ser un logro solitario, es un milagro forjado en comunidad.

Si esta historia te ha resonado, me gustaría invitarte a una conversación. ¿Quién forma tu propio andamio? ¿Quién ha sostenido el cincel para que tu alma pueda brillar? Te leo en los comentarios.

 

miércoles, 27 de agosto de 2025

La Universidad de Murcia: mucho más que un aula

 

Hay lugares que son un trabajo y hay lugares que son un proyecto de vida. Cualquiera que me conozca sabe que para mí, la Universidad de Murcia nunca fue lo primero y siempre ha sido, y será, lo segundo. Cada pasillo que he recorrido en la Facultad de Trabajo Social, cada seminario sobre intervención sociocomunitaria que he impartido, cada proyecto tejido con las asociaciones de la región no eran simplemente tareas en un calendario, sino las piezas mismas que daban sentido a mi vocación. Mi pacto, profesional y personal, era con la UMU y su misión irrenunciable: ser un faro de conocimiento útil y, sobre todo, profundamente humano para la sociedad murciana.

Durante décadas, volqué toda mi energía en honrar ese pacto. En poner al estudiante en el centro, no como un eslogan vacío, sino como una práctica diaria y consciente. En tejer redes con el tejido social para que la universidad no fuera una burbuja de marfil, sino una herramienta de transformación real. Mi identidad era esa, indivisible: un profesor de la Universidad de Murcia, comprometido hasta la médula con su gente.

Y entonces, un temblor interno, sordo y persistente, amenazó con romper ese pacto. Al principio no hubo un diagnóstico, ni una certeza a la que aferrarse. Solo llegaban susurros. Los susurros de la ataxia se colaron en mi propia aula, el lugar donde me sentía más seguro. Recuerdo un día en el aula 3.2. Me levanté para escribir en la pizarra y, por un instante, el suelo pareció inclinarse bajo mis pies. Me aferré al borde de la mesa con una fuerza desmedida, notando el frío de la madera, mientras el corazón me martilleaba en los oídos. Nadie se dio cuenta, pero en ese segundo de pánico silencioso, la pregunta fue brutal: ¿estoy perdiendo el control de mi propio cuerpo delante de las personas a las que debo guiar?

El miedo fue profesional, casi institucional. ¿Podría seguir sirviendo a mi universidad, a mis alumnos, con un cuerpo que empezaba a traicionar las certezas sobre las que había construido toda mi carrera?

La respuesta, paradójicamente, no la encontré en ningún manual, sino en el propio ADN de la Universidad de Murcia. Fueron los mismos pilares que yo había defendido con tanta pasión los que se convirtieron en mi andamio. Si mi eje siempre había sido la transferencia de conocimiento, ahora esa filosofía se aplicaba a mi propia vida de forma orgánica. No hubo una decisión consciente, ni un plan estratégico. Simplemente, mi cuerpo estaba cambiando y mi docencia, orgánicamente, cambió con él.

El aula dejó de ser únicamente un espacio de docencia teórica para transformarse, casi sin darme cuenta, en un taller. Mi taller. El lugar donde, a la vista de todos, me estaba rediseñando. Las clases magistrales, donde yo me movía sin parar por el espacio gesticulando y buscando la complicidad, dieron paso a seminarios serenos, sentados en círculo, donde mi función ya no era tanto exponer como facilitar el debate. Paradójicamente, al reducir mi movilidad física, aumenté la conexión del grupo.

Mis alumnos, herederos de ese espíritu de comunidad que siempre intenté fomentar, estuvieron a la altura del reto de una forma que aún hoy me emociona. No vieron a un profesor que flaqueaba; vieron una lección que no estaba en los libros.

La Universidad de Murcia no fue el escenario pasivo de mi enfermedad. Fue el agente activo de mi reconstrucción. Como psicólogo, siempre supe que el aprendizaje significativo nace del vínculo, pero fue la ataxia la que me lo demostró de la forma más cruda y hermosa. Descubrí que cuando un profesor se permite ser vulnerable, no pierde autoridad; al contrario, crea un entorno de seguridad psicológica donde los alumnos se atreven a ser más curiosos, a preguntar sin miedo y a conectar de verdad. La lección ya no era solo sobre Trabajo Social; era una lección viva sobre la resiliencia y la fuerza de esa interdependencia humana que tantas veces había explicado en mis clases.

Mi aula se convirtió en mi andamio, y mis alumnos, sin saberlo, fueron los mejores arquitectos.

Esta reflexión es una de las paradas importantes en el viaje que propongo en mi libro, "Vivir con ataxia: el alma cincelada". Si te apetece seguir conversando, puedes encontrarlo aquí: https://amzn.to/3V7J2lb



sábado, 23 de agosto de 2025

El Taller del Alma: crónica de cómo mi casa en Cieza me enseñó a vivir de nuevo

Recuerdo el sol de media tarde entrando por la ventana del salón, dibujando rombos dorados en las baldosas. Conocía ese dibujo de memoria. Era el mismo que había visto desde niño, el mapa sobre el que había jugado, corrido y vivido sin prestarle la más mínima atención. Para mí, mi casa en Cieza era un espacio de certezas, un territorio tan familiar como mi propio cuerpo.

Jamás imaginé que ambos, casa y cuerpo, se convertirían un día en paisajes extraños que tendría que aprender a explorar de nuevo, con la torpeza y la curiosidad de un recién llegado.

Cuando la ataxia entró en mi vida, no lo hizo con un estruendo, sino en silencio, alterando las reglas de lo cotidiano. Mi diagnóstico no fue solo un informe médico; fue un golpe de cincel que me obligó a detenerme y a observar la materia de la que estaba hecho. Y esa primera observación, la más cruda y honesta, tuvo lugar entre estas paredes. Busqué respuestas en la filosofía y en el arte, en la metáfora sublime del non finito de Miguel Ángel, pero la vida, con su ironía, me tenía preparada la lección más importante en el lugar que yo daba por sentado.

Una geografía alterada

Lo primero que cambió fue el espacio. El pasillo, que siempre me había parecido un simple conector entre habitaciones, se transformó en un desafío de equilibrio. Las baldosas, antes mudas, se convirtieron en una cuadrícula que medía mi inseguridad. Cada paso era una negociación. La silla donde me sentaba a leer, la manivela de la puerta del dormitorio, la altura del estante de los vasos… todo el diseño de mi vida se reveló de pronto como una arquitectura pensada para un hombre que yo ya no era.

Al principio, cada uno de estos pequeños obstáculos era una fuente de inmensa frustración. Un recordatorio constante de mi pérdida. Era como si la casa, mi refugio, se hubiera puesto en mi contra. Pero con el tiempo, y gracias a la paciencia infinita de mi tribu, esa perspectiva empezó a cambiar. La frustración, lentamente, dio paso a la curiosidad. Si no podía abrir un bote de la manera habitual, ¿existía otra? Si no podía caminar en línea recta, ¿podía apoyarme en la pared y convertirla en mi aliada?

Las herramientas invisibles del taller

Fue entonces cuando descubrí que mi hogar no era un enemigo, sino un taller lleno de herramientas invisibles. La herramienta más afilada era, sin duda, el humor. Recuerdo un día en que, al intentar sentarme en el sofá, calculé mal la distancia y acabé en el suelo. La primera reacción fue la rabia. Pero entonces, mi familia, en lugar de correr a levantarme con cara de espanto, me miró y dijo con una calma absoluta: "Hacía tiempo que no te veía tan entregado a la relajación". Nos echamos a reír. Y en esa risa, el peso de la torpeza se disolvió.

Ese día comprendí que mi familia era el "andamio humano" del que hablo a menudo. Un soporte vivo, flexible y afectuoso que no solo me sostenía para que no cayera, sino que me ayudaba a ver la caída desde otro lugar. La paciencia se convirtió en el martillo que usaba para romper mis viejas expectativas. La aceptación era el barniz que protegía la madera herida.

Cada día se convirtió en un pequeño experimento. Este hogar dejó de ser un museo de mi vida pasada para transformarse en un laboratorio de mi presente. Un espacio seguro para la prueba y el error, donde podía permitirme ser vulnerable, torpe e imperfecto sin ser juzgado. Estaba aprendiendo, en la práctica más absoluta, el significado de la aceptación radical.

El mapa completo de un viaje

Aceptar que las cosas son como son, no como nos gustaría que fueran, es una de las lecciones más difíciles. Pero es en esa aceptación donde reside la verdadera libertad. Mi casa, con sus nuevos desafíos, me enseñó a dejar de luchar contra la realidad y a empezar a bailar con ella.

Esta crónica es solo una de las muchas reflexiones que he hilado en "Vivir con ataxia: el alma cincelada", el libro que es, en esencia, el mapa completo de este viaje. Si estas palabras resuenan contigo, te invito a recorrerlo por completo.

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Muchos de vosotros habéis estado en esta casa. Quizás ahora, al leer esto, la recordéis de una manera diferente. Me conmovería leer en los comentarios qué rincón de vuestro propio hogar se ha convertido en un maestro inesperado.

miércoles, 20 de agosto de 2025

El día ha llegado: "Vivir con ataxia: el alma cincelada" ya está disponible

Ayer os hablaba de la sensación de estar en el umbral, de ese diálogo íntimo con la metáfora del non finito de Miguel Ángel. Os compartía cómo esa obra inacabada se había convertido en el espejo de mi propia biografía.


Hoy, ese umbral se cruza. Las puertas del taller personal se abren de par en par para todos vosotros.

Con una mezcla de vértigo y una inmensa gratitud, os anuncio que mi libro, "Vivir con ataxia: el alma cincelada", ya está publicado. Este proyecto, que ha sido un faro en los últimos meses, no es un punto de llegada, sino un punto de partida. No lo concebí como un libro, sino como un instrumento para compartir mi experiencia y, sobre todo, para abrir una conversación necesaria sobre la resiliencia.

Como os he ido contando, esta historia se sostiene sobre tres pilares que son el ancla de mi vida:

  • Cieza, el hogar: Donde se forja la resiliencia en lo cotidiano y el humor se convierte en la herramienta más afilada para seguir adelante.

  • La Universidad, la vocación: El lugar donde la vulnerabilidad se transformó en mi mayor fortaleza como profesor, redefiniendo mi propósito.

  • La Tribu, el refugio: Ese "andamio humano" de familia y amigos que demuestra que ninguna obra, por personal que sea, se esculpe en soledad.

Mi mayor deseo es que este libro sea una invitación a conversar sobre la capacidad de encontrar un nuevo propósito y la extraña belleza que se esconde en la imperfección.

"Vivir con ataxia: el alma cincelada" ya está disponible en Amazon en sus dos formatos: eBook Kindle y libro de Tapa Blanda.

Podéis encontrarlo y asomaros a esta historia aquí: https://amzn.to/3V7J2lb

Gracias por haberme acompañado hasta aquí. Vuestro apoyo ha sido la luz que ha iluminado este taller.

Un abrazo enorme.

martes, 19 de agosto de 2025

Mañana abro las puertas del taller


Durante años, he mantenido una conversación en silencio. Un diálogo íntimo con una figura de mármol atrapada en su lucha por existir: el Esclavo despertando de Miguel Ángel. En sus marcas de cincel, en su tensión inacabada, encontré el espejo más fiel de mi propia biografía. Vi un alma cincelada, no por un artista, sino por la propia

Este libro, que mañana comparto con vosotros, no es más que la transcripción de ese diálogo. Es el eco de una revelación: la vida, en su esencia, es un proceso non finito constante. Todos somos, de alguna manera, una obra en perpetua creación, con nuestras propias grietas y batallas.

Mañana, las puertas de este taller personal se abren del todo. Mi historia, forjada entre Cieza, la universidad y mi tribu, estará disponible para quien quiera asomarse. No es un manual de respuestas, sino una invitación a conversar sobre la resiliencia, la aceptación y la extraña belleza que se esconde en la imperfección.

Para quienes sentís curiosidad y queréis ser los primeros en entrar en este espacio cuando abra sus puertas mañana, la página ya está preparada y, como primicia, podéis verla aquí: https://www.amazon.es/dp/B0FMPR3VYT.

Gracias por caminar a mi lado hasta este umbral. Nos vemos mañana.

lunes, 18 de agosto de 2025

Mi abuelo Eliseo

Hay historias familiares que marcan para siempre. La de mis abuelos maternos, Eliseo y Dolores, es una de ellas.


Mi abuelo era un hombre de luz, un electricista orgulloso en los años 30 del siglo pasado que formaba parte de esa avanzadilla que llevaba la modernidad a la España rural. Pero un terrible accidente laboral, del que fue injustamente culpado, lo apagó por dentro. Despedido y señalado por la comunidad, el estigma lo empujó a él y a su familia a un exilio interior en la sierra de Mogente, a un paraje aislado y abrupto llamado Cambredo.

Mientras mi yaya Dolores demostraba una fortaleza inmensa, sacando a la familia adelante de la nada, mi abuelo se hundió en una profunda depresión, incapaz de superar la pérdida de su identidad profesional. De aquella prueba de supervivencia, de aquel aislamiento, nació nuestro apodo familiar: “Los Cambredoners”. Un nombre nacido del dolor, pero que hoy llevamos con un orgullo inmenso.

Su historia me enseñó una lección brutal sobre lo frágil que es construir toda nuestra identidad sobre la profesión. Me enseñó que la verdadera fortaleza, la que nos define, no reside en el cargo que ocupamos, sino en nuestra capacidad para levantarnos cuando todo se derrumba. El orgullo por ser un 'Cambredoner' no viene de su éxito, sino de su resiliencia.

Esta es solo una de las historias que narro en mi obra autobiográfica, «Del candil a la bombilla». Si te ha conmovido, te invito a descubrir el relato completo en: https://goo.su/3IVhEP2

viernes, 15 de agosto de 2025

El vértigo y la Calma: a 5 días del lanzamiento

Estamos a 15 de agosto. En solo cinco días, el próximo miércoles 20, el libro "Vivir con ataxia: el alma cincelada" estará disponible para cualquiera que quiera asomarse a sus páginas.

Y si soy completamente sincero, mi estado de ánimo en estos momentos es una mezcla de dos fuerzas que tiran en direcciones opuestas: un vértigo profundo y una calma serena.

El vértigo viene de las preguntas que supongo que todo autor se hace antes de abrir su alma al mundo. ¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Es este un relato que realmente interesará a alguien? ¿Servirán de algo estas páginas escritas con tanto cuidado? Es la sensación de estar al borde del trampolín, mirando el agua que parece lejana, sabiendo que el salto es inminente y que ya no hay vuelta atrás. Es el temor a la exposición, a no estar a la altura de las expectativas, empezando por las mías.

Pero entonces, respiro hondo. Y en medio de ese torbellino, llega la calma.

La calma no nace de la certeza del éxito, sino de la claridad del propósito. Me recuerdo a mí mismo que no escribí este libro para encabezar listas, sino para compartir un mapa. Para demostrar, primero a mí mismo y luego a quien quisiera leerlo, que un diagnóstico no es un punto final, sino un punto y aparte. Que la vida, como las esculturas de Miguel Ángel, puede ser bella e inmensamente valiosa en su estado non finito.

Mi misión con este libro siempre ha sido transformar la conversación sobre la adversidad, llevándola del terreno de la pérdida al del crecimiento. Y ese propósito me ancla y me da paz.

Y en estos momentos, la pieza que equilibra la balanza es, sin duda, la tribu. El apoyo que he sentido durante todo este proceso, las conversaciones y los ánimos han sido el andamio sobre el que se ha construido este proyecto.

Hoy solo quería compartir esto con vosotros, de forma honesta. Este es el principio de la cuenta atrás final. El próximo miércoles, 20 de agosto, el libro comenzará su propio viaje.

Gracias por estar ahí, al otro lado. Vuestro apoyo es la calma que vence a cualquier vértigo.