miércoles, 27 de agosto de 2025

La Universidad de Murcia: mucho más que un aula

 

Hay lugares que son un trabajo y hay lugares que son un proyecto de vida. Cualquiera que me conozca sabe que para mí, la Universidad de Murcia nunca fue lo primero y siempre ha sido, y será, lo segundo. Cada pasillo que he recorrido en la Facultad de Trabajo Social, cada seminario sobre intervención sociocomunitaria que he impartido, cada proyecto tejido con las asociaciones de la región no eran simplemente tareas en un calendario, sino las piezas mismas que daban sentido a mi vocación. Mi pacto, profesional y personal, era con la UMU y su misión irrenunciable: ser un faro de conocimiento útil y, sobre todo, profundamente humano para la sociedad murciana.

Durante décadas, volqué toda mi energía en honrar ese pacto. En poner al estudiante en el centro, no como un eslogan vacío, sino como una práctica diaria y consciente. En tejer redes con el tejido social para que la universidad no fuera una burbuja de marfil, sino una herramienta de transformación real. Mi identidad era esa, indivisible: un profesor de la Universidad de Murcia, comprometido hasta la médula con su gente.

Y entonces, un temblor interno, sordo y persistente, amenazó con romper ese pacto. Al principio no hubo un diagnóstico, ni una certeza a la que aferrarse. Solo llegaban susurros. Los susurros de la ataxia se colaron en mi propia aula, el lugar donde me sentía más seguro. Recuerdo un día en el aula 3.2. Me levanté para escribir en la pizarra y, por un instante, el suelo pareció inclinarse bajo mis pies. Me aferré al borde de la mesa con una fuerza desmedida, notando el frío de la madera, mientras el corazón me martilleaba en los oídos. Nadie se dio cuenta, pero en ese segundo de pánico silencioso, la pregunta fue brutal: ¿estoy perdiendo el control de mi propio cuerpo delante de las personas a las que debo guiar?

El miedo fue profesional, casi institucional. ¿Podría seguir sirviendo a mi universidad, a mis alumnos, con un cuerpo que empezaba a traicionar las certezas sobre las que había construido toda mi carrera?

La respuesta, paradójicamente, no la encontré en ningún manual, sino en el propio ADN de la Universidad de Murcia. Fueron los mismos pilares que yo había defendido con tanta pasión los que se convirtieron en mi andamio. Si mi eje siempre había sido la transferencia de conocimiento, ahora esa filosofía se aplicaba a mi propia vida de forma orgánica. No hubo una decisión consciente, ni un plan estratégico. Simplemente, mi cuerpo estaba cambiando y mi docencia, orgánicamente, cambió con él.

El aula dejó de ser únicamente un espacio de docencia teórica para transformarse, casi sin darme cuenta, en un taller. Mi taller. El lugar donde, a la vista de todos, me estaba rediseñando. Las clases magistrales, donde yo me movía sin parar por el espacio gesticulando y buscando la complicidad, dieron paso a seminarios serenos, sentados en círculo, donde mi función ya no era tanto exponer como facilitar el debate. Paradójicamente, al reducir mi movilidad física, aumenté la conexión del grupo.

Mis alumnos, herederos de ese espíritu de comunidad que siempre intenté fomentar, estuvieron a la altura del reto de una forma que aún hoy me emociona. No vieron a un profesor que flaqueaba; vieron una lección que no estaba en los libros.

La Universidad de Murcia no fue el escenario pasivo de mi enfermedad. Fue el agente activo de mi reconstrucción. Como psicólogo, siempre supe que el aprendizaje significativo nace del vínculo, pero fue la ataxia la que me lo demostró de la forma más cruda y hermosa. Descubrí que cuando un profesor se permite ser vulnerable, no pierde autoridad; al contrario, crea un entorno de seguridad psicológica donde los alumnos se atreven a ser más curiosos, a preguntar sin miedo y a conectar de verdad. La lección ya no era solo sobre Trabajo Social; era una lección viva sobre la resiliencia y la fuerza de esa interdependencia humana que tantas veces había explicado en mis clases.

Mi aula se convirtió en mi andamio, y mis alumnos, sin saberlo, fueron los mejores arquitectos.

Esta reflexión es una de las paradas importantes en el viaje que propongo en mi libro, "Vivir con ataxia: el alma cincelada". Si te apetece seguir conversando, puedes encontrarlo aquí: https://amzn.to/3V7J2lb



1 comentario:

Anónimo dijo...

Sin duda es una lección de vida que puede ayudarnos a todos gracias por compartirla