martes, 12 de agosto de 2025

La fascinación por la obra inacabada: El eco de Miguel Ángel en mi propia vida

 No soy historiador del arte, ni crítico, ni escultor. Apenas un aficionado que, de vez en cuando, se detiene a contemplar la belleza. Sin embargo, hay una figura que me atrapó desde hace años y que sigue
sin soltarme: Miguel Ángel Buonarroti. No es solo la perfección sobrehumana de su David o la compasión infinita de su Piedad vaticana lo que me conmueve. Es algo más íntimo, más crudo y dolorosamente humano, que se manifiesta con una fuerza arrolladora en el conjunto de sus obras inacabadas.

Para mí, esas piezas non finito son, paradójicamente, las que más tienen que decir, las que mejor resumen la esencia no solo de su arte, sino de la propia existencia.

Recuerdo, como si fuera ayer, mi primera visita a la Galería de la Academia de Florencia. Me acerqué, dejando atrás el bullicio, y me detuve frente a los Esclavos. No eran meras esculturas; eran presencias. Sentí la tensión del Esclavo joven contorsionándose, la fuerza contenida del Atlas que parece sostener el peso del mundo sobre sus hombros aún sin tallar, y tu propia y agónica pugna, Esclavo despertando, por liberarte de la roca que te aprisiona. Pude ver las marcas del cincel, las cicatrices de la creación, y sentí que no eran un signo de imperfección, sino el testimonio de una batalla.

Durante años, sentí que había algo más que las explicaciones académicas. Una conexión inconsciente con esa idea de que la perfección no reside en el producto final inmaculado, sino en el acto mismo de la creación, en la tensión entre lo posible y lo real.

¿No somos nosotros mismos una obra inacabada? Una eterna pugna por definir nuestra identidad, por pulir nuestras aristas, por liberarnos de aquello que nos oprime, por alcanzar una versión de nosotros mismos que quizás nunca llegue a ser definitiva. La vida, en su esencia, es un proceso de non finito constante.

No sabía hasta qué punto esa intuición se convertiría en el mapa de mi propia vida. Un día, llegó una sola palabra que actuó como un imán y dio sentido a un mosaico de síntomas que no entendía. Ataxia. Aquella fascinación por la belleza de lo imperfecto se había convertido en mi propia biografía. El non finito ya no era una reflexión estética; era mi condición.

2 comentarios:

Pedro Antonio Martínez Robles dijo...

Hay, fundamentalmente, dos maneras de mirar el mundo. Una de ellas, con prisa y sin atención, con el resultado que Machado nos dejó en Proverbios y Cantares (¡Ojos que a la luz se abrieron un día para, después, ciegos tornar a tierra, hartos de mirar sin ver!). Y el otro modo se lo oí a Eloy Sánchez Rosillo en la presentación de su último libro de poemas en el Museo Ramón Gaya: "Mirar despacio". ¡Cuánta gente pasará ante esas esculturas sin verlas realmente, sin percibir la auténtica esencia de la mano que las esculpió, el verdadero sentido que en ellas buscó transmitirnos el artista! Enhorabuena, Conrado, por esa detenida observación que da para tanto. Un abrazo.

Anónimo dijo...

Gracias Conrado, por esta reflexión.
Ante estas obras inacabadas de Miguel Ángel, él mismo un ser atormentado como el esclavo que describes, me has hecho recordar mis visitas a la Academia y sentí tus mismas emociones ante esas figuras inacabasdas que pugnan por salir de la materia.