Hay pasiones que parece que nos eligen, que nacen de una chispa en la infancia y se quedan para siempre. Para mí, esa pasión tiene un nombre: la luna. Y muy singularmente, la luna llena. Hoy, con la distancia de los años, me reconozco como un selenófilo, una persona que siente una fascinación profunda por nuestro satélite natural, que encuentra en ella un eco de la suya existencia.
Pero mi amor por la luna no nació de un libro o de una clase de ciencias. Se forjó bajo el vasto cielo sin contaminación lumínica del Mogente de mi niñez. Era entonces, en el porche de la "Casa del Macho", cuando mi padre, con su voz pausada y su imaginación desbordada, tejía historias que me envolvían. Me contaba que la luna era una gran moneda mágica que se gastaba al viajar por el cielo, pero que luego volvía a llenarse, a crecer, hasta estar completa otra vez. Era su manera de recordarme que, después de menguar, siempre se puede volver a estar entero. Y mi favorita, la que aún resuena con fuerza, era su promesa de que, al anochecer del día siguiente, íbamos a subir a lo alto de la montaña para "tocar la luna".
Aquellas historias nocturnas, sentado junto a mi padre en el porche de nuestra casa de campo, oyendo sus palabras que pintaban la luna con magia y misterio, me marcaron para siempre. Dejaron en mí no solo un vínculo con mi padre tan profundo como las raíces de la encina, sino una huella imborrable: una fascinación por la luna que era, en realidad, un eco de su propia imaginación.
Años después, esa pasión infantil se trasladó a Cieza, mi hogar. Allí, con mis amigos, "los Chinarreros", una hermandad forjada en el chinarro de los caminos y en la risa compartida, creamos una de nuestras muchas tradiciones: "la luna de abril". La cita, durante muchos años, era sagrada: a las diez de la noche de luna llena de abril, en el Puente de Hierro. Desde allí, nos lanzábamos a recorrer las sendas de la Atalaya, iluminados solo por la luz de la luna llena que, como un faro silencioso, se convertía en la guardiana de nuestra amistad y complicidad. Correr sin linternas, con el crujido de la grava bajo nuestros pies y el aliento en los pulmones, era nuestra liturgia. Sorteábamos las sombras danzantes que la luna proyectaba, cada tropiezo un susurro del terreno, cada risa ahogada un eco de la libertad salvaje que se nos metía en el alma.
Pero la luna, esa vieja cómplice de nuestras correrías, empezó a proyectar nuevas sombras, no ya las del terreno, sino las de un cuerpo que, lentamente, comenzaba a rebelarse. Mi mente, hábil en el arte de la negación, guardaba los tropiezos y los titubeos en el cajón de "cosas de la edad". Aquella fatiga, que me obligaba a detenerme bajo el mismo fulgor lunar que antes nos impulsaba, era el primer golpe de cincel de la ataxia, un presagio sutil que solo años después descifraría. En retrospectiva, hoy comprendo que esa podría ser la primera vez que la ataxia, ese golpe de cincel en mi vida, hacía su presencia.
Hoy, el grupo ha dejado de correr la "luna de abril". Pero el espíritu de aquellas noches no se ha extinguido. Las noches de luna llena siguen siendo un momento de conexión, de nostalgia y de profunda gratitud. A pesar de los cambios, el espíritu de aquellas experiencias perdura, y la luz de la luna sigue siendo un símbolo de la amistad inquebrantable de los Chinarreros, un pilar fundamental en mi vida. Ellos son, y siempre serán, parte de mi "tribu", el andamio que me sostiene cuando el mármol amenaza con agrietarse. La luna de abril me enseñó que hay una belleza resiliente en lo imperfecto y un propósito en lo inacabado.
¿Qué historias o lugares de vuestra vida os han marcado para siempre?
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