Recuerdo la casa de mis abuelos, enclavada en una callejuela estrecha del Barrio de Santa Ana de Mogente. El aire olía a cerrado, a la cera de los muebles antiguos y, a veces, a la manzanilla que le preparaban.
Un mundo reducido a una silla
Mi abuelo, un hombre que antes había sido recio y activo, ahora estaba confinado a su silla. Siempre lo recuerdo con una camisa de cuadros y un chaleco negro, impecablemente abotonado, y unas zapatillas de esparto. En los últimos años de su vida su mundo se había reducido a ese pequeño espacio, a la ventana con su visillo blanco y a las visitas que rompían la monotonía. Notaba el cambio en su habla, que se había vuelto pastosa, lenta y difícil de entender. Su cuerpo se había rendido a la inmovilidad. Como un bloque de mármol del que el cincel había retirado una parte, su figura parecía incompleta. Su voz se había vuelto más lenta y pastosa.
La mirada inocente de un niño
Yo lo veía todo con naturalidad, con la mirada curiosa y despreocupada de un niño. Para mí, él era así. Nunca lo vi intentar levantarse. Su cuerpo, inmóvil en su silla, me transmitía una paz extraña. Mi abuelo me enseñó, sin necesidad de palabras, el profundo significado del deber y el amor filial. En aquel entonces, yo no sabía que su inmovilidad, su habla pastosa y la falta de equilibrio eran síntomas de una enfermedad a la que años después pondríamos nombre: ataxia hereditaria.
Recuerdo que a él le encantaba sentir el alboroto de sus nietos cerca, esa vitalidad que a él se le escapaba. Se alegraba sinceramente, y cuando nos marchábamos, a menudo oíamos su voz llamándonos: «¡Chiquets! ¡No os vayáis tan pronto!». Fue en esa habitación umbría de Mogente donde mi abuelo fue exquisitamente cuidado. Día tras día, su familia, mi abuela y mis tíos, lo atendieron con una dedicación silenciosa y constante. Aquella imagen se grabó en mi memoria y me enseñó, sin necesidad de palabras, el profundo significado del deber y el amor filial. Supe entonces que, llegado el momento, yo también cuidaría de mi padre en casa hasta el final.
La herencia silenciosa y la conciencia de la vulnerabilidad
Conviví desde entonces con la certeza de que la enfermedad de mi abuelo era una herencia latente, una posibilidad que acompañaría a algunos de nosotros. Este episodio fue la ilustración más directa de la interacción entre la biología (la herencia genética de la ataxia) y el ambiente familiar (el cuidado y el amor incondicional). La experiencia de la enfermedad de mi abuelo no solo impactó en mi padre, sino que también sembró en mí una conciencia profunda sobre la vulnerabilidad humana. Es una de las huellas indelebles en mi identidad.
Lo que no sabía entonces es que esa aparente "fragilidad propia de la edad" no era una estadística, sino una realidad que afectaba a muchas familias en silencio. Mi abuelo no era un caso aislado; era parte de una realidad invisible. La falta de un diagnóstico, de una etiqueta que pusiera nombre a su enfermedad, lo convertía en un número más, en una persona con un "deterioro propio de la edad", y no en un paciente con ataxia. Hoy, como psicólogo y paciente, entiendo que la lucha contra la ataxia es también una lucha por visibilizar y poner nombre a una realidad que, durante mucho tiempo, ha permanecido oculta en la intimidad de los hogares.
Disipando las sombras del trauma transgeneracional
Mirando hacia atrás, las sombras del trauma transgeneracional que envolvieron el silencio de mi hogar se disipan al comprender cómo la neurociencia nos permite descifrar esos ecos emocionales. La resiliencia de mi abuelo y su compromiso con la justicia social son, para mí, mucho más que recuerdos familiares; son los cimientos sobre los que se asienta mi propio sentido de propósito y felicidad. El orgullo por estas raíces no es una simple emoción, sino la constatación de que las dificultades de mis antepasados no fueron en vano.
Reflexión y el legado de mi abuelo
La historia de mi abuelo José Ramón no es solo un relato de dolor y enfermedad. Es también un testimonio de resiliencia, de dignidad y de amor incondicional. En un mundo en el que la ciencia aún no podía ponerle nombre a lo que le pasaba, su familia, su tribu, se convirtió en su refugio.
Su legado, para mí, no es la ataxia, sino el amor y el cuidado con el que su familia lo acompañó hasta el final. Es la prueba viviente de que la adversidad, cuando es afrontada con amor y dignidad, puede transformarse en una lección de vida. Su historia me enseñó a valorar lo esencial, a buscar la belleza en la imperfección y a encontrar la fortaleza en los lazos que nos unen.
Esta es solo una de las historias que narro en «Del candil a la bombilla». Si te ha conmovido, te invito a descubrir el relato completo en: https://goo.su/3IVhEP2. También puedes encontrar más reflexiones sobre la resiliencia y la vida con ataxia en mi libro Vivir con ataxia: el alma cincelada: https://amzn.to/3V7J2lb.
miércoles, 10 de septiembre de 2025
La Ataxia y mi abuelo José Ramón
Hablar de mi abuelo José Ramón es hablar de una de las primeras grietas que mi alma descubrió en el mármol de la vida. Mi memoria lo tiene presente, tanto por lo que hizo a lo largo de su vida como por sus últimos años de vida, un tiempo en el que mi mundo no estaba preparado para nombrar la fragilidad.
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