miércoles, 24 de septiembre de 2025

Cuando la lluvia nos regalaba un día de fiesta

La imagen que ven, con sus gotas de lluvia resbalando por el cristal y el paisaje montañoso difuminado, es para muchos la antesala de la melancolía, el eco de un día gris que invita a la introspección o, quizás, a la tristeza. Pero para mí, este escenario evoca algo radicalmente distinto: la música de la infancia, el preludio de un día de fiesta.

Esta dualidad en la percepción no es casualidad. Es el resultado de un anclaje emocional que se remonta a los días de mi niñez en Mogente, en el corazón de nuestra casa de campo, la "Casa del Macho".

La lluvia significaba que mi padre, Conrado, un hombre forjado en el trabajo incansable del campo, no podía dedicarse a sus faenas. Y lo que para él era una pausa forzada, una preocupación por el dinero que se quedaba flotando en el aire, para mí era un regalo. Esos días, mi universo se reducía a cuatro paredes llenas de calidez. Mi madre, Enriqueta, cocinaba manjares que perfumaban cada rincón, y el hogar se convertía en un refugio contra el mundo exterior. ¡La felicidad se podía respirar!

Fue en esos días de lluvia donde la resiliencia de mis padres se me reveló de una forma simple pero poderosa. Mi padre, con una paciencia que hoy entiendo como una forma de fortaleza silenciosa, se dedicaba a las labores de la casa que no requerían salir. Recuerdo su ritual de revisar y poner a punto todas las herramientas, un sonido metálico que resonaba en el silencio de la casa y que, sin saberlo, se grababa en mi memoria. Por las tardes, mis padres se enzarzaban en interminables partidas de parchís y me contaban historias fascinantes que aún resuenan en mi cabeza.

Años más tarde, ya como profesor de psicología, utilicé esta misma historia en mis clases de "Fundamentos del Comportamiento Humano" como introducción al rema de la percepción humana. ¿Cómo es posible que un mismo estímulo —un día de lluvia, un paisaje como el que vemos— pueda evocar respuestas emocionales tan distintas? La respuesta reside en nuestra historia personal, en el tapiz de experiencias que va cincelando nuestra percepción del mundo. Un día de lluvia no es solo agua que cae; es un espejo que refleja lo que hemos aprendido a ver y a sentir.

Hoy, cuando contemplo un día lluvioso, me siento especialmente feliz. Aquellos días de fiesta en la "Casa del Macho" me enseñaron que la verdadera fortaleza no es la ausencia de la adversidad, sino la capacidad de encontrar luz y significado en los momentos más simples. Me enseñaron que el destino no está escrito, sino que se cincela día a día con la fuerza de la familia y la mirada hacia adelante, incluso cuando el cielo se pone plomizo y las gotas corren por el cristal.

Esta es solo una de las historias que narro en «Del candil a la bombilla». Si te ha interesado, te invito a descubrir el relato completo de mi infancia en Mogente. También puedes encontrar más reflexiones sobre la resiliencia y la vida con ataxia en mi libro que acabo de publicar «Vivir con ataxia: el alma cincelada».

 

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