Hay historias familiares que marcan para siempre. La de mis abuelos maternos, Eliseo y Dolores, es una de ellas.
Mi abuelo era un hombre de luz, un electricista orgulloso en los años 30 del siglo pasado que formaba parte de esa avanzadilla que llevaba la modernidad a la España rural. Pero un terrible accidente laboral, del que fue injustamente culpado, lo apagó por dentro. Despedido y señalado por la comunidad, el estigma lo empujó a él y a su familia a un exilio interior en la sierra de Mogente, a un paraje aislado y abrupto llamado Cambredo.
Mientras mi yaya Dolores demostraba una fortaleza inmensa, sacando a la familia adelante de la nada, mi abuelo se hundió en una profunda depresión, incapaz de superar la pérdida de su identidad profesional. De aquella prueba de supervivencia, de aquel aislamiento, nació nuestro apodo familiar: “Los Cambredoners”. Un nombre nacido del dolor, pero que hoy llevamos con un orgullo inmenso.
Su historia me enseñó una lección brutal sobre lo frágil que es construir toda nuestra identidad sobre la profesión. Me enseñó que la verdadera fortaleza, la que nos define, no reside en el cargo que ocupamos, sino en nuestra capacidad para levantarnos cuando todo se derrumba. El orgullo por ser un 'Cambredoner' no viene de su éxito, sino de su resiliencia.
Esta es solo una de las historias que narro en mi obra autobiográfica, «Del candil a la bombilla». Si te ha conmovido, te invito a descubrir el relato completo en: https://goo.su/3IVhEP2
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