miércoles, 3 de diciembre de 2025

Volver a la “Tierra”: la fiesta de la oliva y el ADN de la colaboración

En el corazón de la geografía valenciana y murciana, en municipios como Cieza y en comarcas interiores como la que engloba a Mogente, el olivo no es solo un cultivo: es un testamento vivo. A pesar del evidente abandono del campo en muchos parajes, que han visto desaparecer otros cultivos, el olivar tradicional se yergue con sus troncos retorcidos, adaptado al clima y la sequía, resistiendo en el paisaje agrícola.

La recolección de la oliva, que inunda la agenda de noviembre y diciembre, es, por ello, un fenómeno sociológico singular. Mientras otras labores han sido completamente absorbidas por la industria, la campaña olivarera se mantiene como un poderoso motor de conexión humana, atrayendo a familias y amigos de vuelta a la tierra.


El rito de volver: la herencia en la mochila vital

La imagen de grupos de personas trabajando en los bancales, especialmente durante los fines de semana y festivos, responde a una mezcla de necesidad económica y, sobre todo, a una profunda tradición social. Es una forma de refuerzo de vínculos, un reencuentro que trasciende la simple tarea.

El valor de esta ayuda mutua no es nuevo. Es la herencia directa de la economía moral rural de subsistencia que regía la vida de nuestros antepasados. Es la demostración práctica de que el candil de las raíces sigue alumbrando los valores esenciales de hoy:

“Recuerdo en Mogente, en la Casa del Macho, que para la cosecha de olivas en pleno invierno, mi abuelo Eliseo, mis tías y mis tíos subían para ayudarnos, especialmente los fines de semana. No hacía falta pedirlo; era un gesto natural, una manifestación práctica de ese cariño que nos unía”.

Esa certeza, la de saber que la familia se unirá por el esfuerzo compartido, es lo que hace que este rito se mantenga inalterable, cimentando el orgullo por nuestras raíces. Estos valores, como el esfuerzo y la colaboración, se convierten en el legado inmaterial que compone nuestra Mochila Vital.

El aval de la neurociencia y la psicología social

Desde una perspectiva científica, esta colaboración masiva que forjó la solidaridad como un mecanismo de supervivencia heredado tiene una explicación clara. La conexión social no es solo un ideal, es un imperativo biológico. El apoyo de la tribu combate el estrés crónico y promueve la liberación de oxitocina, la llamada hormona del vínculo social.

La cohesión del grupo, como la que se ve en la recolección, genera un espacio de autenticidad donde la satisfacción reside en el esfuerzo conjunto, reforzando en cada miembro el sentimiento de pertenencia. El bienestar colectivo que emana del trabajo codo con codo es la recompensa más valiosa, más allá del fruto recogido.


 La recolección actual: eficiencia y convivencia

En la actualidad, la campaña de la oliva ha sabido integrar la modernización sin destruir su esencia social. La clave es el equilibrio entre la eficiencia y la preservación de la calidad del aceite y la convivencia.

  • Herramientas para aligerar la carga: hoy, el trabajo pesado se facilita con herramientas modernas, como los vibradores mecánicos o los peines eléctricos o neumáticos. Esto reduce el tiempo que pasamos en el campo, pero no elimina la necesidad de la cuadrilla humana para extender las mallas, mover la aceituna o rematar el vareo.

  • El sistema de la almazara: la aceituna llega a la almazara en remolques (el relevo de las burras de antaño). Allí, la centrifugación ha sustituido al viejo prensado con capachos de esparto, garantizando una higiene máxima y una pureza excepcional. La imagen al caer la tarde, con las largas colas de coches y remolques cargados a la entrada, es el gran ágape comunitario donde se comentan los rendimientos.

La fiesta de la oliva y el legado de fortaleza

El verdadero colofón a estas jornadas de esfuerzo físico, que se nutre de la tradición de la ayuda mutua, es la celebración que viene después. En mi caso, y en el de muchas familias y amigos en la actualidad, hemos bautizado este final como “la fiesta de la oliva”.

Se trata de un gran evento de hermandad: una gran comida festiva donde toda la familia y amigos se juntan, no solo para relajarse, sino para celebrar juntos el fruto del trabajo. Esta fiesta es el ancla emocional que sella el pacto de ayuda. Es la versión festiva y comunitaria de aquel almuerzo compartido en el campo, elevando la recolección de una mera tarea agrícola a un rito de pertenencia ineludible.

El olivo es un árbol longevo y fuerte, y esa misma resistencia se refleja en la cultura que lo rodea. La recolección de la oliva es una lección de vida que sigue recordándonos que, aunque la tecnología avance, el sentido de pertenencia y la unidad familiar siguen siendo los pilares inamovibles. El orgullo por nuestras raíces, que nos une a la tierra de Cieza y nos conecta con el esfuerzo del Mogente de mi niñez, se fortalece con cada año.

La recolección de las olivas no es solo sacar un fruto; es un acto consciente de mantener vivo el lazo con la tierra y con nuestra gente, culminado con un merecido festín. Si te ha conmovido esta reflexión sobre la herencia y las raíces del Mogente del siglo pasado, encontrarás muchas más referencias a la vida en el campo en mi relato "Del candil a la bombilla: Huellas biológicas y ambientales en la forja de una identidad".

Seguro que el próximo 10 de diciembre en el museo de Siyasa, en la presentación de mi otro relato “Vivir con ataxia: el alma cincelada”, recordaremos juntos el profundo significado de la recolección de la oliva. Porque no importa cuán lenta o ardua sea la tarea; lo crucial es la valentía de perseverar en el esfuerzo, encontrando el propósito en el trabajo compartido.

 



 

sábado, 29 de noviembre de 2025

Caminar sobre la pasión: cuando el arte se convierte en fuerza

A menudo caminamos por nuestra ciudad con la prisa de la rutina, sin detenernos a pensar en el suelo que pisamos o las paredes que nos rodean. Pero en Cieza, eso es imposible. En Cieza tenemos el privilegio de vivir dentro de una obra de arte.

Hoy quiero escribir sobre mi fascinación absoluta por el Paseo de Cieza, y rendir un sentido homenaje al hombre cuyo genio creativo lo hizo posible: el maestro José Lucas, o como le sentíamos de cerca, Pepe Lucas.

El genio indómito de Pepe Lucas

José Lucas (1945-2023) fue mucho más que un pintor; fue una fuerza de la naturaleza. Aunque desgraciadamente su inmensa fuerza creativa nos dejó hace poco, su legado sigue gritando vida.

Es cierto que Lucas tiene muchas obras al aire libre repartidas por la geografía (murales en estaciones, esculturas en plazas...), pero la intervención de Cieza juega en otra liga. ¿Por qué? Porque esta está en el corazón mismo de nuestra ciudad. No es una obra para visitar en un museo o en una zona de paso periférica; es el eje vertebral de nuestra vida diaria. Lucas supo entender que el arte no debía estar encerrado, sino expuesto, latiendo en el mismo centro donde late el pueblo.

1986: la transformación definitiva

Este espacio tan céntrico y emblemático ha sufrido muchas transformaciones y remodelaciones a lo largo del tiempo. Ha cambiado de nombre y de forma, pero la intervención que realizó José Lucas en 1986 es la que ha perdurado. Fue la definitiva.

¿Y sabéis por qué? Porque no fue una simple reforma urbanística. Fue una declaración de identidad. Pepe Lucas no quiso pintar un paisaje bonito que "hiciera juego" con el río Segura. Él quiso plasmar el espíritu interno de Cieza. Sus colores —esos rojos sangre, los ocres de la tierra, los negros profundos— no buscan la calma, sino la pasión. Es la sangre que bombea por el costado de la ciudad.

Caminando sobre el arte: la singularidad

Para mí, la magia está en que caminamos sobre la obra. Lucas rompió los límites e integró la cerámica en el suelo, obligándonos a sentir el arte bajo nuestros pies. Y no olvidemos las columnas; esos elementos estructurales que él convirtió en esculturas, en tótems verticales que nos acompañan en el recorrido. Es una obra "total" que te envuelve; no la miras desde fuera, estás dentro de ella.

El testigo silencioso de nuestra vida

Pero quizá, lo que más me emociona al pasear por aquí es pensar en todo lo que estas paredes han visto. Desde su construcción, el Paseo de Lucas se ha convertido en el testigo silencioso de la vida de Cieza.

Es un testigo dual. Por un lado, observa el transitar tranquilo de las gentes: los paseos de los abuelos, las primeras citas, los corredores solitarios... las pequeñas historias anónimas. Y por otro, ha sido el escenario de fondo de múltiples eventos de todo tipo: ferias, conciertos, procesiones y celebraciones que han marcado nuestra historia reciente. Todo lo importante que ha pasado en Cieza en las últimas décadas ha ocurrido bajo la atenta mirada de esta obra maestra.

Pepe Lucas ya no está con nosotros, pero nos dejó el regalo más grande posible: la identidad visual de nuestro pueblo. Cada vez que cruzamos el Paseo, estamos manteniendo vivo su recuerdo y su genio.

Un elemento vitamina para el futuro

Y para mí, hoy, cruzar este Paseo es recibir una inyección de vida. Su belleza y expresividad actúan como un verdadero "elemento vitamina" que me da fuerzas para afrontar el presente y el futuro con optimismo. Esa energía es la que quiero compartir con vosotros muy pronto.

El próximo miércoles 10 de diciembre, os espero a solo unos pasos de esta obra maestra, en el Museo de Siyasa. Allí presentaré mi libro 'Vivir con ataxia: el alma cincelada'. Será un honor que seáis vosotros, mi tribu, quienes llenéis ese espacio para celebrar juntos el arte de vivir.


miércoles, 26 de noviembre de 2025

El Chicharra: huellas de hierro en la memoria de Cieza y en la mía propia

 

A menudo pensamos que la historia se escribe solo en los libros, con fechas frías y datos técnicos. Pero la verdadera historia, la que perdura, es la que se graba en la memoria de las personas que la vivieron y forman parte de sus raíces. Hoy quiero hablaros de un protagonista de hierro y vapor que definió una época para Cieza y que, para mí, significó el puente hacia una nueva vida: el tren conocido cariñosamente como "El Chicharra".

Más que un tren: el pulso de Cieza

Para la Cieza del siglo XX, la línea de ferrocarril de vía estrecha que nos unía con Villena, pasando por Jumilla y Yecla, no era simplemente un medio de transporte. Era una arteria vital. En una época donde las carreteras eran difíciles y los camiones escasos, el Chicharra fue el caballo de batalla que permitió el auge de la industria del esparto, sacando nuestra producción hacia el puerto de Alicante y conectándonos con el mundo.

Fue un símbolo de progreso y de esfuerzo colectivo, un tren humilde y lento —de ahí su apodo, por el sonido monótono de sus máquinas similar al canto de la cigarra— que, sin embargo, aceleró el corazón económico de nuestra comarca.

Mi viaje en el Chicharra: una odisea personal

Pero la importancia de este tren trasciende lo económico; se adentra en lo íntimo. Para mi familia y para mí, el Chicharra no fue el tren del esparto, sino el vehículo de nuestra gran transición vital.

Recuerdo vivamente aquel 15 de agosto de 1964. Dejar atrás Mogente, mi "Casa del Macho" y el paraje de El Bosquet, suponía cerrar un capítulo fundamental de mi infancia. Cieza se presentaba como la promesa de un futuro mejor, pero llegar hasta aquí fue una auténtica odisea que grabó a fuego la distancia en mi mente infantil.

Sin coche propio, aquel traslado se convirtió en una travesía de casi doce horas para recorrer poco más de cien kilómetros. Tuvimos que tomar un tren hasta Villena, luego un autobús hasta Yecla y, finalmente, subirnos a aquel otro tren, el "Chicharra".

Aquel vagón de madera no solo transportaba nuestras maletas; transportaba nuestros miedos, nuestras esperanzas y esa mezcla de nostalgia y valentía que sentían mis padres. Para mí, bajar de ese tren en Cieza fue cruzar el umbral definitivo. Fue el final del viaje físico, pero el comienzo de mi etapa de la "bombilla", dejando atrás la luz del candil.

Las huellas que quedan hoy

Hoy, el "Chicharra" ya no silba entre los montes. El progreso y el asfalto silenciaron sus máquinas hace décadas. Sin embargo, su memoria se resiste a desaparecer.

Quedan huellas físicas que podemos tocar y recorrer. Las antiguas estaciones, algunas recuperadas y otras en ruinas, se mantienen como testigos de piedra de aquel ajetreo. Y, sobre todo, queda la Vía Verde del Chicharra, esa cicatriz en el paisaje que ha transformado el camino de hierro en un sendero de vida, deporte y naturaleza. Recorrerla hoy es un ejercicio de arqueología emocional: donde ahora pasean ciclistas y caminantes, antes circulaba la vida comercial y humana de toda una comarca.

Pero las huellas más profundas no están en las vías, sino en nosotros. Quedan en el recuerdo de quienes, como yo, vivimos ese traqueteo en primera persona. Quedan en las exposiciones que rescatan fotografías en blanco y negro, y en relatos como este, que intentan que el olvido no cubra lo que una vez fue nuestro enlace con el mundo.

El Chicharra fue lento, sí, pero nos llevó a nuestro destino. A Cieza le trajo prosperidad y a mí me trajo a mi nuevo hogar. Y eso es algo que ni el tiempo ni el levantamiento de los raíles podrán borrar jamás.

Seguro que el próximo 10 de diciembre en el museo de Siyasa, en la presentación de mi relato Vivir con ataxia: el alma cincelada, recordaré ese viaje. Porque no importa lo lento que avancemos ni cuántos transbordos nos obligue a hacer la vida; lo único crucial es tener la valentía de subirnos al tren que nos lleva hacia nuestro propósito.


 

Referencia: Reflexión extraída de los capítulos biográficos del libro "Del candil a la bombilla: Huellas biológicas y ambientales en la forja de una identidad".


sábado, 22 de noviembre de 2025

El día que el "pato mareado" alzó el vuelo

Ayer, viernes 21 de noviembre, ocurrió algo que hace apenas un tiempo me habría parecido una utopía. Después de cinco años de silencio público, volví a subirme a una tarima. El escenario fue la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), en el marco del XVIII Congreso Internacional de Enfermedades Raras, pero para mí, aquel espacio fue mucho más que un auditorio: fue el lugar donde el "Esclavo despertando" decidió hablar.

El vértigo del silencio: cuando el "Esclavo" decide hablar

Confieso que sentí vértigo. No el de la ataxia, que ya es mi compañero habitual, sino el vértigo emocional de quien se expone a pecho descubierto ante maestros de la vida. Durante 42 años fui el profesor que enseñaba psicología desde la seguridad de la tarima. Ayer, sin embargo, no habló el académico; habló el paciente, el hombre que ha visto cómo su escritura se tiñe de rojo en la pantalla y su caminar se vuelve incierto.

La verdad del "pato mareado": mirarse en el espejo sin máscaras

Empecé mi intervención admitiendo lo que soy ahora: un "pato mareado". Puede sonar duro, pero nombrarlo fue liberador. Les conté cómo la ataxia, con su cincel implacable, me bajó de mi atalaya de profesor y me obligó a mirarme en el espejo de la vulnerabilidad. Les hablé de mis dificultades para mantener el equilibrio, de mi habla pausada que ahora ensayo con esmero, y de esa letra de médico que ya no reconozco como mía.

Mi tribu como andamio: la metamorfosis hacia la Mariposa Azul

Pero mi objetivo no era quedarme en la queja. Quería compartir con mi tribu —con la gran familia de D'Genes, que ayer fue mi grúa y mi cemento— que la vida, incluso con ataxia, es una obra de arte non finito. Les expliqué que, al igual que las esculturas inacabadas de Miguel Ángel, nuestra belleza no reside en la perfección pulida, sino en la fuerza con la que emergemos de la piedra bruta.

Y entonces, ocurrió la magia. Mientras hablaba de la neuroplasticidad y de cómo el espíritu permanece libre aunque el cuerpo se fatigue, sentí que el "pato mareado" se transformaba. Les hablé de la Mariposa Azul, el símbolo de la ataxia. Les dije que mi caminar errático, mi zig-zag, no es un fallo, sino un vuelo único e indomable.

Reivindicar el zig-zag: el permiso innegociable para soñar

En ese momento, logré expresar exactamente lo que mi alma necesitaba gritar. Pedí permiso para soñar, para imaginarme escalando el Everest, no como una meta física, sino como el combustible necesario para mantener viva mi voluntad. Reivindiqué mi derecho a seguir sintiéndome plenamente útil.

Más allá del temblor: la victoria de una voz cincelada

El resultado final fue inmensamente satisfactorio. Al terminar, no sentí el cansancio de la enfermedad, sino la energía renovada de quien ha sido escuchado y comprendido. Me siento feliz. Feliz porque ayer confirmé que el mapa de mi vida sigue abierto y que, aunque mis piernas tiemblen, mi voz —cincelada por la experiencia— sigue teniendo la fuerza para llegar al corazón de los demás.

Ayer no solo presenté un libro; ayer recuperé mi voz. Y esa victoria, queridos lectores, es el mejor regalo que podía hacerme a mí mismo y a vosotros.


Para conocer más sobre este viaje de transformación, os invito a leer mi libro "Vivir con ataxia: el alma cincelada".


miércoles, 19 de noviembre de 2025

Lo que aprendí sobre el Estado del Bienestar bajo la luz de un candil

 

A menudo, cuando defiendo con vehemencia la educación y la sanidad públicas, o cuando alerto sobre la involución que supone desmantelar el Estado del bienestar, me encuentro con interlocutores que piensan que hablo desde la teoría académica. Creen que mi defensa nace de los libros. Se equivocan. Mi convicción no nace de la tinta, sino de la tierra. Nace del recuerdo de un mundo donde la seguridad no era un derecho, sino un lujo, y donde la supervivencia dependía exclusivamente de la fuerza de tu "tribu".

Yo no defiendo el Estado del bienestar porque sea una idea bonita; lo defiendo porque recuerdo cómo era la vida bajo la luz temblorosa del candil, antes de que llegara la bombilla de los derechos sociales.

Vengo de un tiempo y un lugar, el Mogente de los años cincuenta, donde la salud pendía de un hilo y del bolsillo. Hoy damos por hecho que una ambulancia vendrá si nos asfixiamos. Pero yo llevo grabada a fuego en la memoria aquella neumonía infantil que casi me arranca la vida en la «Casa del Macho». No me salvó un sistema público robusto; me salvó la desesperación heroica de mi padre, Conrado, cogiendo el «trenet» a Valencia, con el dinero justo y el corazón en un puño, para comprar una caja de penicilina que era un tesoro inalcanzable para la mayoría.

Cuando defiendo la Sanidad Pública, no lo hago por ideología; lo hago por la memoria de ese padre angustiado y por la certeza de que ningún padre debería tener que depender de sus ahorros o de la caridad para que su hijo respire. Esa tranquilidad que hoy a veces despreciamos fue una conquista titánica.

Y si la salud era un abismo, la Educación era la única escalera para salir del pozo. Mi defensa de la escuela pública tiene el rostro de mi madre, Enriqueta. La recuerdo sirviendo a la señorita Amparín, haciendo camas ajenas y guisando para otros. Fue allí, entre la resignación y la rabia contenida, donde ella forjó una promesa inquebrantable: sus hijos estudiarían. No para ser ricos, sino para ser libres. Para no tener que bajar la cabeza ante nadie.

La educación pública es la materialización institucional de esa promesa materna. Es lo que impide que el destino de un niño esté escrito por la cuna en la que nace. Y sé lo que vale porque tuve maestros como Don Follo, aquel republicano represaliado que, expulsado de las aulas por pensar diferente, venía a nuestra casa de campo a enseñarme, recordándome que el saber es un acto de resistencia. Desmantelar hoy la educación pública, segregando a nuestros niños en redes dobles de primera y segunda categoría, es traicionar el esfuerzo de mujeres como Enriqueta y de maestros como Don Follo.

Hoy se nos vende el individualismo como modernidad. Se nos dice que cada uno debe gestionarse su propia mochila. Pero yo crecí viendo otra cosa. Crecí viendo a los agricultores de Mogente organizando la siega bajo un sol de justicia, sin contratos, guiados solo por el "hoy por ti, mañana por mí". Crecí viendo cómo el cuidado de mi abuelo José Ramón, inmovilizado por la ataxia, no recaía en una Ley de Dependencia que no existía, sino en el sacrificio silencioso y total de las mujeres de la familia.

Aquella solidaridad de la "piña Navalón" o de los "Cambredoners" era hermosa, sí, pero también era fruto de una necesidad terrible. El Estado del bienestar nació precisamente para que la dignidad de los ancianos y los enfermos no dependiera solo de la heroicidad de sus familias. Privatizar esos cuidados, volver al "sálvese quien pueda", no es evolución; es regresar a la intemperie de la que tanto nos costó salir.

Pertenezco a una generación que vivió una "burbuja atemporal" de conquistas. Vimos cómo el candil daba paso a la bombilla, cómo la caridad daba paso al derecho. Pero las bombillas también se funden si no se cuida la instalación.

Lo que hoy llamamos servicios públicos son, en realidad, el amor de nuestros padres y abuelos convertido en leyes. Son la institucionalización de la solidaridad que se vivía en las eras y en los corrales. Por eso, cuando veo que se recortan presupuestos en educación o se mercantiliza la sanidad, no siento solo un desacuerdo político; siento que se está insultando la memoria de quienes se dejaron la piel en los bancales para que nosotros no tuviéramos que hacerlo.

Defender lo público es el único homenaje honesto que puedo hacerle a mis raíces. Porque no hay orgullo en el origen si no se lucha para que el futuro sea digno para todos.

Nota: 

Este artículo se basa en las reflexiones de mi primer relato autobiográfico: "Del candil a la bombilla: Huellas biológicas y ambientales en la forja de una identidad". Un viaje desde la posguerra que ilumina cómo las raíces y el entorno forjan el carácter

sábado, 15 de noviembre de 2025

El Destino no está escrito, lo escribimos nosotros cada día

Nacemos con una herencia genética innegable, con un origen social que no elegimos y con un mapa de dificultades preestablecido. Este es el Mármol: la materia prima, nuestro cuerpo, nuestro ADN, las circunstancias iniciales que no podemos controlar. Esta visión, a menudo cómoda porque nos exime de la responsabilidad del cambio, nos convierte en simples receptores pasivos del destino, mármol que espera ser golpeado o acariciado por fuerzas externas. Esta es la narrativa del Mármol, y nos sugiere la fatalidad.

Pero existe otra narrativa: la del Escultor. El Escultor es nuestra consciencia, nuestra voluntad y nuestra capacidad de decisión. Esta visión, profundamente arraigada en la psicología de la resiliencia y la neurociencia, nos recuerda que, si bien no elegimos el tipo de mármol que nos toca, sí podemos elegir la actitud, el método y, lo más importante, el cincel (la adversidad, la herramienta de transformación) con el que trabajaremos nuestra propia biografía.

El debate no es si el destino existe, sino dónde reside nuestra libertad para modificar su curso. Y mi postura, forjada entre las aulas de Psicología y la experiencia de la ataxia, es inequívoca: la libertad reside en la elección de nuestro cincel.

El cincel brutal y la encrucijada

Cuando la ataxia cerebelosa se presentó en mi vida, no lo hizo como una invitación, sino como un cincel brutal e inesperado.

Ese diagnóstico genético, que confirmaba la herencia y la progresión, fue el golpe de cincel que intentó dictar mi sentencia final. La voz de la fatalidad me decía: "Tu destino está escrito, tu cuerpo te fallará, tu carrera ha terminado".

En ese momento, yo era el profesor de psicología con el conocimiento teórico sobre el Locus de Control (la creencia sobre si los eventos de nuestra vida son controlados por factores internos o externos). La teoría me pedía que aplicara un Locus de Control Interno: enfocarme en lo que sí podía gestionar. Sin embargo, el paciente en mí sentía la fuerza aplastante del Locus de Control Externo (el gen, el destino).

Mi Alma Cincelada comenzó en esa encrucijada. El reto ya no era solo aceptar la enfermedad; el reto era elegir qué tipo de escultor iba a ser: uno que se rinde ante la primera grieta del mármol, o uno que usa el mismo cincel del dolor para tallar una obra con un nuevo propósito.

El aval de la neurociencia y la experiencia

El concepto de destino inmutable es desafiado por la ciencia moderna. La Neurociencia nos ofrece el regalo de la Neuroplasticidad: el conocimiento de que nuestro cerebro no es un hardware fijo, sino un software en constante reescritura.

Si bien la ataxia genera un daño neuronal específico, la mente (el Escultor) puede entrenar las vías sanas (el Cincel Estratégico) para compensar y adaptarse. Esta es la evidencia científica de que el cincel SI se puede elegir.

El cincel de la estrategia activa

El proceso de reconstrucción personal que narro en mi relato está lleno de pequeños actos de elegir el cincel:

  • Elegir el cincel de la terapia funcional: no es resignación, es estrategia. En lugar de una fisioterapia intensiva inmediata, opté por la gimnasia funcional adaptada, buscando maximizar mi eficiencia neuromuscular y construir una reserva física para ralentizar la progresión. Esto es ejercer mi libertad.

  • Elegir el cincel cognitivo: se cambiar la pregunta. Dejé de preguntarme "¿por qué a mí?" para empezar a preguntarme "¿qué hago yo ahora con esto?". Este cambio de interrogante lo cambia todo.

  • Elegir el cincel de la humildad (autogestión comunicativa): aunque la disartria se ha convertido en una batalla cotidiana, el conocimiento de logopedia me dio una ventaja. Aplico un programa de ejercicios preventivos, demostrando que la disciplina de la acción reduce la frustración.

La verdadera fuerza, la que cincela el alma, no reside en negar la enfermedad, sino en tomar las riendas de la adaptación. La ataxia me ha enseñado que la Teoría Vivida es la única que tiene valor: un conocimiento que ha pasado por el crisol de la experiencia. 

La belleza del Non Finito

Hoy, la adversidad de la Ataxia no me ha detenido; me ha redefinido. Me ha forzado a asumir que la vida, al igual que una obra maestra de Miguel Ángel, es un "non finito" —una obra inacabada por naturaleza. La belleza reside en el proceso activo, en la valentía de continuar la escultura a pesar de la imperfección y los golpes inesperados.


La llamada a la reflexión es esta:

No importa cuál sea el mármol que te haya tocado, ni el golpe de cincel que el destino te haya dado. Tienes la libertad fundamental de elegir la actitud, de elegir el cincel y de guiar la mano del escultor.

¿Seguirás quejándote por el tipo de mármol que te tocó, o empuñarás el cincel que te permite transformar el dolor en legado, la adversidad en propósito y la vulnerabilidad en una nueva forma de fortaleza?

Empuña tu cincel. El mundo espera ver la belleza de tu Alma Cincelada.


Este artículo y la reflexión sobre la resiliencia activa se basan en el relato integral "Vivir con ataxia: el alma cincelada", un testimonio personal y científico sobre cómo la adversidad puede convertirse en el catalizador para el autoconocimiento y la búsqueda de un propósito vital.