sábado, 27 de septiembre de 2025

La tribu como andamio: la escultura no se cincela en soledad

El Mogente del candil no solo me dio un hogar, me dio mi primer andamio. En ese pueblo, el tejido social era tan vital como el aire que se respiraba. La ayuda mutua no era un gesto de caridad, sino el cimiento de la vida. Mi abuelo y sus vecinos, en la posguerra, se sostenían unos a otros, no solo en las tareas del campo, sino en la adversidad.

Esa lección ancestral, forjada en la tierra de mi infancia, es la misma esencia que encuentro hoy en mi vida. Si en Vivir con ataxia: el alma cincelada utilizo la poderosa metáfora del andamio, es porque sé que una escultura, por muy fuerte que parezca, necesita una estructura sólida que la sostenga mientras el artista la moldea con cada golpe de cincel. Esa estructura, para mí, es mi tribu.

Mi tribu es ese círculo íntimo y esencial de apoyo incondicional que conforma mi realidad más cercana. No se trata solo de un grupo de personas, sino de una estructura vital que me sostiene al enfrentar desafíos como la ataxia. Mi tribu está compuesta por mi familia, mi pareja y mis amigos; aquellas personas esenciales que, con su presencia, me permiten seguir trabajando en la obra inacabada de mi alma. Ellos ríen conmigo en los momentos de alegría y me acompañan en los días grises, recordándome que no estoy solo en este camino. Con ellos comparto un profundo vínculo afectivo basado en el amor, el respeto, la lealtad y la honestidad. Son mi "familia elegida", un refugio y un motor de vida.

La resiliencia, para mí, no es un acto individual, sino el resultado de un compromiso social profundo que se materializa en el amor y el apoyo de mi tribu. La ataxia, con su cincel, a veces amenaza con aislarme, pero el amor de la tribu es la argamasa que reconstruye los puentes. Si la ataxia es el cincel que me está puliendo, mi tribu es el andamio que me mantiene en pie mientras el trabajo se realiza. Ellos son mi esperanza, mi refugio, y la prueba de que la resiliencia no es un acto individual, sino el resultado de un compromiso social profundo.

Y ahora, quiero preguntarte a ti, ¿quiénes forman tu andamio en los días grises? Cuéntame un momento en el que tu tribu te sostuvo.

Esta es solo una de las historias que narro en la plataforma Medium "Del candil a la bombilla". También puedes encontrar más reflexiones sobre la resiliencia y la vida con ataxia en mi libro publicado en Amazon"Vivir con ataxia: el alma cincelada".




miércoles, 24 de septiembre de 2025

Cuando la lluvia nos regalaba un día de fiesta

La imagen que ven, con sus gotas de lluvia resbalando por el cristal y el paisaje montañoso difuminado, es para muchos la antesala de la melancolía, el eco de un día gris que invita a la introspección o, quizás, a la tristeza. Pero para mí, este escenario evoca algo radicalmente distinto: la música de la infancia, el preludio de un día de fiesta.

Esta dualidad en la percepción no es casualidad. Es el resultado de un anclaje emocional que se remonta a los días de mi niñez en Mogente, en el corazón de nuestra casa de campo, la "Casa del Macho".

La lluvia significaba que mi padre, Conrado, un hombre forjado en el trabajo incansable del campo, no podía dedicarse a sus faenas. Y lo que para él era una pausa forzada, una preocupación por el dinero que se quedaba flotando en el aire, para mí era un regalo. Esos días, mi universo se reducía a cuatro paredes llenas de calidez. Mi madre, Enriqueta, cocinaba manjares que perfumaban cada rincón, y el hogar se convertía en un refugio contra el mundo exterior. ¡La felicidad se podía respirar!

Fue en esos días de lluvia donde la resiliencia de mis padres se me reveló de una forma simple pero poderosa. Mi padre, con una paciencia que hoy entiendo como una forma de fortaleza silenciosa, se dedicaba a las labores de la casa que no requerían salir. Recuerdo su ritual de revisar y poner a punto todas las herramientas, un sonido metálico que resonaba en el silencio de la casa y que, sin saberlo, se grababa en mi memoria. Por las tardes, mis padres se enzarzaban en interminables partidas de parchís y me contaban historias fascinantes que aún resuenan en mi cabeza.

Años más tarde, ya como profesor de psicología, utilicé esta misma historia en mis clases de "Fundamentos del Comportamiento Humano" como introducción al rema de la percepción humana. ¿Cómo es posible que un mismo estímulo —un día de lluvia, un paisaje como el que vemos— pueda evocar respuestas emocionales tan distintas? La respuesta reside en nuestra historia personal, en el tapiz de experiencias que va cincelando nuestra percepción del mundo. Un día de lluvia no es solo agua que cae; es un espejo que refleja lo que hemos aprendido a ver y a sentir.

Hoy, cuando contemplo un día lluvioso, me siento especialmente feliz. Aquellos días de fiesta en la "Casa del Macho" me enseñaron que la verdadera fortaleza no es la ausencia de la adversidad, sino la capacidad de encontrar luz y significado en los momentos más simples. Me enseñaron que el destino no está escrito, sino que se cincela día a día con la fuerza de la familia y la mirada hacia adelante, incluso cuando el cielo se pone plomizo y las gotas corren por el cristal.

Esta es solo una de las historias que narro en «Del candil a la bombilla». Si te ha interesado, te invito a descubrir el relato completo de mi infancia en Mogente. También puedes encontrar más reflexiones sobre la resiliencia y la vida con ataxia en mi libro que acabo de publicar «Vivir con ataxia: el alma cincelada».

 

sábado, 20 de septiembre de 2025

Dos libros nacidos para encontrarse

 La vida a menudo nos sorprende con conexiones inesperadas que enriquecen nuestro camino. Para mí, una de esas maravillas fue la publicación de mi libro, Vivir con ataxia: el alma cincelada, que de forma casi inmediata me condujo al encuentro con otra obra esencial: ATAXIA. Resiliencia y conocimiento de Josep Maria Mercader Miró. Esta sincronicidad, que me ha emocionado profundamente y que hoy quiero compartir a través de esta fotografía donde nuestros libros se unen, es un testimonio de cómo dos sendas paralelas pueden confluir para un propósito mayor.

Lo extraordinario es que nuestros libros, dos obras recientes, nacieron y empezaron a caminar por separado, casi al mismo tiempo, sin que sus autores se conocieran ni supieran de la existencia del otro. Eran dos sendas paralelas, unidas por la misma necesidad personal de compartir y dar sentido a la vida con ataxia, pero que aún no se habían cruzado.

Y así fue como, sin buscarlo, el destino nos unió en un mismo camino. He leído la obra de Josep, y en ella no solo he encontrado un eco a mis propias reflexiones, sino un tesoro invaluable. Si bien mi libro es un viaje al interior, la historia de cómo la adversidad, como un cincel, ha esculpido mi alma, el suyo es un faro que ilumina la importancia del conocimiento, de la comunidad y del entendimiento profundo para afrontar la enfermedad.

El diálogo entre ambos es perfecto. Mi libro ofrece el mapa emocional, la guía para el corazón. El otro, el manual para la acción, la brújula del conocimiento. Es la prueba de que la verdadera resiliencia no se forja solo en la soledad del alma cincelada, sino en la fuerza que nos da la comunidad y el saber colectivo.

Esta imagen, para mí, no es solo la portada de un artículo. Es el símbolo de un encuentro fortuito donde nuestros libros se encuentran en un simbólico abrazo que promete un feliz camino por recorrer juntos. Es el recordatorio de que, incluso en la enfermedad, hay regalos inesperados que te demuestran que, por muy duro que sea el camino, nunca lo caminamos solos.


miércoles, 17 de septiembre de 2025

El cincel de Mogente: cómo las raíces forjan el alma cincelada

 

El domingo por la tarde, al levantar la vista al cielo de Cieza, me detuve a contemplar un espectáculo que la naturaleza nos regala de vez en cuando. Una imponente acumulación de nubes, de formas singulares y caprichosas, parecía como apoyada en el horizonte, sin más nubes en el cielo. Tras la fascinación y el asombro por lo que estaba viendo, la primera tentación, como en la infancia, fue buscar figuras en ese lienzo etéreo: un dragón, un rostro, un gigante durmiente. Pero como psicólogo y profesor, mi mente fue más allá y recordó una lección fundamental: la nube, en sí misma, es solo vapor. Es nuestra mente, nuestra imaginación, nuestra percepción, la que le da forma, la que la convierte en lo que queremos que sea.

Esta lección, que tantas veces expliqué en las aulas de la Universidad de Murcia, es, en el fondo, la metáfora de la vida. La adversidad es solo un evento, un bloque de mármol sin forma. Y somos nosotros, con el cincel de nuestra perspectiva, quienes le damos sentido. Fue en mi infancia en Mogente, en ese mundo iluminado por un candil, donde la vida me entregó el primer y más importante de esos cinceles.

En el Mogente de mi niñez, el día no empezaba con un despertador, sino con el canto del gallo. Y la noche no empezaba con un interruptor, sino con el ritual del candil. Esa es la imagen que me viene a la mente cuando pienso en mis primeros años: un mundo de contornos suaves, una luz pequeña pero suficiente que, a pesar de sus sombras, nos protegía y nos unía alrededor de la mesa. En esa luz tenue y cálida, aprendí el valor de la vida y la importancia de la familia.

La vida era más dura y sencilla. El esfuerzo, la humildad y la austeridad no eran palabras, eran la forma de vida de mis abuelos y de mis padres, un legado que recibí sin darme cuenta. Mis abuelos maternos, "els Cambredoners", con sus manos curtidas por el trabajo de la tierra, me enseñaron que la perseverancia es la única forma de que la semilla se convierta en fruto. De mi abuelo Eliseo, un hombre silencioso y trabajador, aprendí que la honestidad y la sencillez son la mayor de las virtudes. Y mi padre, un autodidacta con una curiosidad insaciable, con el que la vida me dio un microéxito diario: un paseo por el campo donde me explicaba que la vida y el conocimiento no se encuentran solo en los libros, sino también en la observación, la experimentación y en las conversaciones que se tienen al atardecer.

Ellos me entregaron el primer cincel, la perspectiva que me hizo comprender que la vida no es lo que nos sucede, sino lo que hacemos con ello. Esas enseñanzas se convirtieron en la herramienta que necesitaba para moldear este nuevo yo.

Pero nadie cincela un alma en soledad. En Mogente, mis abuelos y mis padres fueron el andamio que me sostuvo en mi niñez. Y ahora, ante el desafío de la ataxia, mi tribu se ha convertido en ese andamio humano. Es mi pareja, mis hijas, mis hermanos, mis amigos, mis lectores, y todos aquellos que, con un mensaje, una llamada o un simple gesto de apoyo, me permiten seguir de pie y trabajando en mi propia escultura.

Este es mi mensaje y el puente que une mis dos historias. La vida es una obra de arte non finito, inacabada. Y la adversidad, sea la escasez del Mogente del candil o el golpe de la ataxia en la vida adulta, no es un castigo, sino la oportunidad de usar nuestro cincel. Un cincel que no se compra en una ferretería, sino que se forja en el corazón de nuestra historia y se afila con la sabiduría de la percepción. Y el orgullo por nuestras raíces, por las personas y los lugares que nos dieron forma, es la chispa que ilumina el camino, para que nunca olvidemos quiénes somos mientras nos convertimos en la persona que queremos ser.

Esta es solo una de las historias que narro en «Del candil a la bombilla». Si te ha interesado, te invito a descubrir el relato completo en: https://goo.su/3IVhEP2. También puedes encontrar más reflexiones sobre la resiliencia y la vida con ataxia en mi libro «Vivir con ataxia: el alma cincelada»: https://amzn.to/3V7J2lb.



sábado, 13 de septiembre de 2025

La luna llena y el hilo invisible que teje la vida

Hay pasiones que parece que nos eligen, que nacen de una chispa en la infancia y se quedan para siempre. Para mí, esa pasión tiene un nombre: la luna. Y muy singularmente, la luna llena. Hoy, con la distancia de los años, me reconozco como un selenófilo, una persona que siente una fascinación profunda por nuestro satélite natural, que encuentra en ella un eco de la suya existencia.

Pero mi amor por la luna no nació de un libro o de una clase de ciencias. Se forjó bajo el vasto cielo sin contaminación lumínica del Mogente de mi niñez. Era entonces, en el porche de la "Casa del Macho", cuando mi padre, con su voz pausada y su imaginación desbordada, tejía historias que me envolvían. Me contaba que la luna era una gran moneda mágica que se gastaba al viajar por el cielo, pero que luego volvía a llenarse, a crecer, hasta estar completa otra vez. Era su manera de recordarme que, después de menguar, siempre se puede volver a estar entero. Y mi favorita, la que aún resuena con fuerza, era su promesa de que, al anochecer del día siguiente, íbamos a subir a lo alto de la montaña para "tocar la luna".

Aquellas historias nocturnas, sentado junto a mi padre en el porche de nuestra casa de campo, oyendo sus palabras que pintaban la luna con magia y misterio, me marcaron para siempre. Dejaron en mí no solo un vínculo con mi padre tan profundo como las raíces de la encina, sino una huella imborrable: una fascinación por la luna que era, en realidad, un eco de su propia imaginación.

Años después, esa pasión infantil se trasladó a Cieza, mi hogar. Allí, con mis amigos, "los Chinarreros", una hermandad forjada en el chinarro de los caminos y en la risa compartida, creamos una de nuestras muchas tradiciones: "la luna de abril". La cita, durante muchos años, era sagrada: a las diez de la noche de luna llena de abril, en el Puente de Hierro. Desde allí, nos lanzábamos a recorrer las sendas de la Atalaya, iluminados solo por la luz de la luna llena que, como un faro silencioso, se convertía en la guardiana de nuestra amistad y complicidad. Correr sin linternas, con el crujido de la grava bajo nuestros pies y el aliento en los pulmones, era nuestra liturgia. Sorteábamos las sombras danzantes que la luna proyectaba, cada tropiezo un susurro del terreno, cada risa ahogada un eco de la libertad salvaje que se nos metía en el alma.

Pero la luna, esa vieja cómplice de nuestras correrías, empezó a proyectar nuevas sombras, no ya las del terreno, sino las de un cuerpo que, lentamente, comenzaba a rebelarse. Mi mente, hábil en el arte de la negación, guardaba los tropiezos y los titubeos en el cajón de "cosas de la edad". Aquella fatiga, que me obligaba a detenerme bajo el mismo fulgor lunar que antes nos impulsaba, era el primer golpe de cincel de la ataxia, un presagio sutil que solo años después descifraría. En retrospectiva, hoy comprendo que esa podría ser la primera vez que la ataxia, ese golpe de cincel en mi vida, hacía su presencia.

Hoy, el grupo ha dejado de correr la "luna de abril". Pero el espíritu de aquellas noches no se ha extinguido. Las noches de luna llena siguen siendo un momento de conexión, de nostalgia y de profunda gratitud. A pesar de los cambios, el espíritu de aquellas experiencias perdura, y la luz de la luna sigue siendo un símbolo de la amistad inquebrantable de los Chinarreros, un pilar fundamental en mi vida. Ellos son, y siempre serán, parte de mi "tribu", el andamio que me sostiene cuando el mármol amenaza con agrietarse. La luna de abril me enseñó que hay una belleza resiliente en lo imperfecto y un propósito en lo inacabado.

¿Qué historias o lugares de vuestra vida os han marcado para siempre?

 Esta es solo una de las historias que narro en «Del candil a la bombilla». Si te ha interesado, te invito a descubrir el relato completo en: https://goo.su/3IVhEP2. También puedes encontrar más reflexiones sobre la resiliencia y la vida con ataxia en mi libro «Vivir con ataxia: el alma cincelada»: https://amzn.to/3V7J2lb.


miércoles, 10 de septiembre de 2025

La Ataxia y mi abuelo José Ramón

Hablar de mi abuelo José Ramón es hablar de una de las primeras grietas que mi alma descubrió en el mármol de la vida. Mi memoria lo tiene presente, tanto por lo que hizo a lo largo de su vida como por sus últimos años de vida, un tiempo en el que mi mundo no estaba preparado para nombrar la fragilidad. 

Recuerdo la casa de mis abuelos, enclavada en una callejuela estrecha del Barrio de Santa Ana de Mogente. El aire olía a cerrado, a la cera de los muebles antiguos y, a veces, a la manzanilla que le preparaban.

Un mundo reducido a una silla

Mi abuelo, un hombre que antes había sido recio y activo, ahora estaba confinado a su silla. Siempre lo recuerdo con una camisa de cuadros y un chaleco negro, impecablemente abotonado, y unas zapatillas de esparto. En los últimos años de su vida su mundo se había reducido a ese pequeño espacio, a la ventana con su visillo blanco y a las visitas que rompían la monotonía. Notaba el cambio en su habla, que se había vuelto pastosa, lenta y difícil de entender. Su cuerpo se había rendido a la inmovilidad. Como un bloque de mármol del que el cincel había retirado una parte, su figura parecía incompleta. Su voz se había vuelto más lenta y pastosa.

La mirada inocente de un niño

Yo lo veía todo con naturalidad, con la mirada curiosa y despreocupada de un niño. Para mí, él era así. Nunca lo vi intentar levantarse. Su cuerpo, inmóvil en su silla, me transmitía una paz extraña. Mi abuelo me enseñó, sin necesidad de palabras, el profundo significado del deber y el amor filial. En aquel entonces, yo no sabía que su inmovilidad, su habla pastosa y la falta de equilibrio eran síntomas de una enfermedad a la que años después pondríamos nombre: ataxia hereditaria.

Recuerdo que a él le encantaba sentir el alboroto de sus nietos cerca, esa vitalidad que a él se le escapaba. Se alegraba sinceramente, y cuando nos marchábamos, a menudo oíamos su voz llamándonos: «¡Chiquets! ¡No os vayáis tan pronto!». Fue en esa habitación umbría de Mogente donde mi abuelo fue exquisitamente cuidado. Día tras día, su familia, mi abuela y mis tíos, lo atendieron con una dedicación silenciosa y constante. Aquella imagen se grabó en mi memoria y me enseñó, sin necesidad de palabras, el profundo significado del deber y el amor filial. Supe entonces que, llegado el momento, yo también cuidaría de mi padre en casa hasta el final.

La herencia silenciosa y la conciencia de la vulnerabilidad

Conviví desde entonces con la certeza de que la enfermedad de mi abuelo era una herencia latente, una posibilidad que acompañaría a algunos de nosotros. Este episodio fue la ilustración más directa de la interacción entre la biología (la herencia genética de la ataxia) y el ambiente familiar (el cuidado y el amor incondicional). La experiencia de la enfermedad de mi abuelo no solo impactó en mi padre, sino que también sembró en mí una conciencia profunda sobre la vulnerabilidad humana. Es una de las huellas indelebles en mi identidad.

Lo que no sabía entonces es que esa aparente "fragilidad propia de la edad" no era una estadística, sino una realidad que afectaba a muchas familias en silencio. Mi abuelo no era un caso aislado; era parte de una realidad invisible. La falta de un diagnóstico, de una etiqueta que pusiera nombre a su enfermedad, lo convertía en un número más, en una persona con un "deterioro propio de la edad", y no en un paciente con ataxia. Hoy, como psicólogo y paciente, entiendo que la lucha contra la ataxia es también una lucha por visibilizar y poner nombre a una realidad que, durante mucho tiempo, ha permanecido oculta en la intimidad de los hogares.

Disipando las sombras del trauma transgeneracional

Mirando hacia atrás, las sombras del trauma transgeneracional que envolvieron el silencio de mi hogar se disipan al comprender cómo la neurociencia nos permite descifrar esos ecos emocionales. La resiliencia de mi abuelo y su compromiso con la justicia social  son, para mí, mucho más que recuerdos familiares; son los cimientos sobre los que se asienta mi propio sentido de propósito y felicidad. El orgullo por estas raíces no es una simple emoción, sino la constatación de que las dificultades de mis antepasados no fueron en vano.

Reflexión y el legado de mi abuelo

La historia de mi abuelo José Ramón no es solo un relato de dolor y enfermedad. Es también un testimonio de resiliencia, de dignidad y de amor incondicional. En un mundo en el que la ciencia aún no podía ponerle nombre a lo que le pasaba, su familia, su tribu, se convirtió en su refugio.

Su legado, para mí, no es la ataxia, sino el amor y el cuidado con el que su familia lo acompañó hasta el final. Es la prueba viviente de que la adversidad, cuando es afrontada con amor y dignidad, puede transformarse en una lección de vida. Su historia me enseñó a valorar lo esencial, a buscar la belleza en la imperfección y a encontrar la fortaleza en los lazos que nos unen.

Esta es solo una de las historias que narro en «Del candil a la bombilla». Si te ha conmovido, te invito a descubrir el relato completo en: https://goo.su/3IVhEP2. También puedes encontrar más reflexiones sobre la resiliencia y la vida con ataxia en mi libro Vivir con ataxia: el alma cincelada: https://amzn.to/3V7J2lb.
 

martes, 9 de septiembre de 2025

Crónica de una entrevista sobre la vida y la felicidad

Onda Cieza, en la mañana del 9 de septiembre, no ha sido un estudio de radio más. Se convirtió en un espacio de reflexión y emotividad donde el foco no es una enfermedad, sino la vida misma. "Vivir con ataxia: El alma cincelada" es un libro que no habla de dolor, sino de la búsqueda de la felicidad a pesar de las adversidades.

Un inicio lleno de gratitud

La entrevista, conducida por Luisa, comenzó con un tono cálido y espontáneo. Con una admiración palpable, agradecí la oportunidad y la alegría que la presentadora transmite, un sentimiento que, como yo mismo dije, me "inunda de felicidad". Esta energía positiva marcó el ritmo de toda la conversación, demostrando desde el principio que la charla no sería una simple promoción de un libro, sino un viaje personal y sincero.

La vida como una obra de arte imperfecta

El hilo conductor de la entrevista fue la poderosa metáfora del libro: la vida es una obra de arte inacabada e imperfecta, como las esculturas de Miguel Ángel. Expliqué que, a diferencia de los modelos de perfección que nos imponen, la belleza real se encuentra en el proceso, en la lucha diaria y en las imperfecciones que nos cincelan. "El libro no es una obra de arte, la obra de arte es la vida, la vida es una obra de arte imperfecta que construimos día a día", afirmé, resumiendo la filosofía detrás de mi testimonio.

De la adversidad a la oportunidad

A lo largo de la conversación, compartí tres ejemplos personales que ilustran esta filosofía:

  • El fracaso profesional: Confesé que mi dificultad para dar clases magistrales en la universidad me llevó a innovar en mi metodología de enseñanza. En lugar de ser un orador, me convertí en un facilitador, creando un método activo y participativo que resultó ser un "éxito total" y me hizo un mejor prfesor.

  • La ataxia: Describí mi enfermedad neurodegenerativa, que afecta a la locomoción, el habla y el oído, no como una limitación, sino como una oportunidad. Con una hermosa imagen, reemplacé el "pato mareado" que la enfermedad me hace parecer, por la "mariposa azul" que vuela sin seguir un ritmo lineal, una metáfora que me identifica plenamente.

  • La pérdida más dura: Con la voz cargada de emoción, me referí a la muerte de mi mujer como la adversidad más dolorosa. A pesar del inmenso dolor, expliqué que ese momento no fue el final, sino que "fue una oportunidad de conocer a mi nueva pareja y ser feliz". Enfatizé que es crucial permitirme vivir el duelo, pero sin enquistarse en la tristeza, ya que el camino siempre ofrece la posibilidad de ser feliz de nuevo.


La "tribu" que da sentido a la vida

Un tema recurrente ha sido la importancia del apoyo de mi "tribu". Dediqué un tiempo a agradecer a las personas que me han sostenido: mi familia, mis hijas, mi pareja, y personas como Joqui, "que ha cuidado de nuestra familia durante años", y mi vecina Mariana, quien "no solo tiene la llave de mi casa en el pueblo, sino también la llave de mi confianza". Los describí como mi "andamio" y mi "burbuja vital", sin los cuales el camino no tendría sentido.

Un mensaje de utilidad y optimismo

La entrevista concluyó con una reflexión sobre mi propósito. Más allá del libro, mi objetivo es "seguir siendo útil" y compartir mi historia para ayudar a otros. Hablé de mi deseo de participar en asociaciones de enfermedades raras y de la importancia de ser agradecido y de "ver la adversidad con una sonrisa". Al final, un momento de profunda emoción me hizo decir que el simple hecho de estar en la radio ya hacía que el esfuerzo valiera la pena, demostrando que mi felicidad es tan genuina como el mensaje de mi libro.

 



sábado, 6 de septiembre de 2025

¿Estamos solo sobreviviendo? El mapa para empezar a vivir de nuevo

Es una pregunta que, en algún momento, todos nos hemos hecho. Quizás al final de un día monótono, o al mirar por la ventana en un momento de pausa. ¿Estoy realmente viviendo, o simplemente estoy sobreviviendo?

Vivimos en una dinámica que nos empuja a la velocidad, a la productividad y a la búsqueda del siguiente objetivo. Parece que nuestra única misión es sobrevivir a la semana, al mes, o hasta las vacaciones. En este ritmo frenético, el alma entra en piloto automático, se conforma con ir a flote y la vida se convierte en una serie de tareas y obligaciones. La felicidad, el disfrute pleno, se pospone para un futuro lejano que rara vez llega.

Yo, particularmente, siempre he intentado vivir plenamente. Desde muy joven, he creído en la importancia de ser el protagonista de mi historia, de sentir cada experiencia. Por eso, el diagnóstico de ataxia no fue un inicio, sino un punto de inflexión que me obligó a vivir con una intensidad aún mayor. La certeza de estar afectado por esta enfermedad no me paralizó, sino que me dio un nuevo impulso para ir más allá de la supervivencia.

La ataxia se convirtió en un regalo inesperado. Me enseñó que no existe un único "mapa" hacia la vida plena. El mapa es, en realidad, un conjunto de decisiones pequeñas y valientes que tomas cada día. Es la decisión de aceptar la realidad, por dura que sea; la decisión de buscar el humor en lo absurdo, o la de conectar de manera genuina con alguien, aunque te cueste.

El bastón de apoyo y el camino.

Como se puede apreciar en la foto que acompaña este texto, el bastón de apoyo es una de mis herramientas. Sin embargo, no es un signo de debilidad, sino una extensión de mi voluntad. Es la prueba tangible de que la vida no es un destino al que se llega sin fallos, sino una serie de paisajes que se exploran con las herramientas que se tienen.

Se trata de encontrar tu propio camino, no de seguir el de nadie más. Y la herramienta más poderosa de todas es la de elegir la intención. La de elegir, cada mañana, vivir en lugar de simplemente sobrevivir.

Si quieres explorar este viaje y entender cómo se cincela un alma para encontrar su propósito, puedes encontrar el mapa completo en mi libro:

"Vivir con ataxia: el alma cincelada".





miércoles, 3 de septiembre de 2025

El humor como cincel: la 'retranca' y otras herramientas de supervivencia

Ahora que muchos regresan de sus vacaciones, a menudo con un sentimiento de nostalgia por el fin del descanso y la vuelta a la rutina, me doy cuenta de que la vida, en esencia, es un viaje constante. El camino tiene subidas y bajadas, y la clave no es qué tan ligera sea la mochila, sino el valor de las herramientas que llevas dentro.

La fotografía que acompaña este texto no es solo el saludo a una montaña, es mi forma de honrar a uno de los iconos de mi vida en Cieza: el Almorchón. A lo largo de los años lo he subido muchas veces, y en cada cima he dejado un pedazo de mi esfuerzo y he recogido un poco de su fuerza. Hoy, que mis pasos son distintos, mi saludo a esa montaña es un reconocimiento a la perseverancia, a esa fuerza interior que me sigue ayudando a mantener el equilibrio. Los bastones de senderismo son como el humor en mi vida. Un accesorio que no pesa nada, pero que lo equilibra todo.

En mi libro, 'Vivir con ataxia: el alma cincelada', exploro cómo el humor se ha convertido en una de las herramientas más poderosas para esculpir un alma resiliente.

El humor como estrategia de afrontamiento

En los momentos más serios y a veces sombríos de esta nueva vida, he descubierto nuestra herramienta más sofisticada, poderosa y humana para la resiliencia: el humor. No hablo de la broma frívola que trivializa el dolor, sino de esa capacidad de reírse de uno mismo, de encontrar la incongruencia en medio de la dificultad. He comprobado que el humor es una defensa madura, una estrategia activa de afrontamiento.

Para mí, el humor actúa como un potente agente de reestructuración cognitiva. Cuando me río de mi caligrafía, que parece un sismógrafo durante un terremoto, o de mis intentos fallidos de saltar a la comba en el gimnasio, que parecen más una danza caótica que un ejercicio, estoy desdramatizando. Le quito poder a la limitación y la convierto en una anécdota absurda. Esta capacidad para reírse de las propias imperfecciones es una de las manifestaciones más puras de la aceptación. No es resignación, es humildad.

La comunidad del humor

He sido testigo de este hecho de forma conmovedora en colectivos de personas con discapacidad. Las bromas más "oscuras" o irreverentes sobre sus propias realidades suelen ser contadas entre ellos mismos, con una complicidad que los ajenos rara vez entienden. Esto no es solo una forma de desahogo; es una poderosa válvula de escape emocional y social. Ese humor compartido fortalece la cohesión del grupo, genera un espacio de autenticidad donde se pueden expresar las verdades más incómodas sin juicio, y les permite afrontar la adversidad desde una posición de empoderamiento colectivo.

La ciencia detrás de la risa

Y la ciencia, mi vieja aliada, lo confirma. Cuando nos reímos, nuestro cerebro libera un cóctel de neurotransmisores beneficiosos: endorfinas, nuestros analgésicos naturales; dopamina, implicada en el placer y la motivación, y serotonina, que contribuye a la felicidad y reduce la ansiedad. Al mismo tiempo, la risa reduce los niveles de cortisol, la hormona del estrés. Después de una buena carcajada, el cuerpo está literalmente más relajado y la mente más clara. El humor es, en definitiva, un cincel de luz, una herramienta que, sin golpear, ayuda a soportar el peso del mármol y le arranca destellos inesperados.

El silencio de un amigo de piedra

Y aquí nos despedimos, viejo amigo de piedra. Tu mayor lección no estaba en una voz que nunca tuviste, sino en tu silencio persistente. En él he aprendido a escucharme. Ya no te pregunto nada, Esclavo. Solo te miro y asiento, con la serena gratitud de quien ha encontrado en el reflejo de tu lucha el sentido de la suya propia. La obra continúa. Continuamos.

Nota del autor: Este texto es un extracto y una adaptación de las reflexiones que desarrollo en mi libro 'Vivir con ataxia: el alma cincelada'. A lo largo de mi vida, he buscado la coherencia entre mi "máscara" como profesor de psicología y mi "persona" como paciente, encontrando en la escritura una forma de compartir mi experiencia y transformar la adversidad en un legado de servicio. Si te interesa profundizar en este viaje, te invito a conocer la obra completa.