Tengo un recuerdo grabado a fuego en la memoria del alma: el de mis pulmones infantiles luchando por cada bocanada de aire en el Mogente de los años cincuenta. Una neumonía feroz me estaba apagando, y en aquella época, eso era casi una sentencia.
La única esperanza, según el médico del pueblo, era un medicamento casi mítico y escasísimo llamado Penicilina, que solo se encontraba en Valencia. Al oírlo, mi padre, Conrado, no dudó. Con el dinero justo y una fe inquebrantable en el progreso, tomó un tren en una carrera contra el tiempo. No puedo imaginar su angustia en aquel lento viaje, con la vida de su hijo pendiendo de un hilo.
Su regreso, con la pequeña
caja que contenía la medicina, fue un milagro. Fui, según se dijo, el primer niño del pueblo en sobrevivir a una neumonía grave gracias a ella.
Hoy pienso mucho en ese viaje. Mi padre no cuestionó la ciencia; se aferró a ella con la desesperación de quien no tiene otra cosa. Me pregunto cómo es posible que, en nuestra era de abundancia, con la sanidad que tanto costó construir, hayamos perdido esa fe esencial. Cómo la comodidad nos ha vuelto escépticos ante los mismos avances que salvaron a nuestros padres y abuelos.
Aquella inyección no solo curó mi cuerpo. Me legó una lección imborrable sobre el amor de un padre y la confianza en el saber. Una herencia que, siento, tenemos la responsabilidad de honrar.
Esta es solo una de las historias que narro en mi obra autobiográfica, «Del candil a la bombilla». Si te ha emocionado, te invito a descubrir el relato completo en: https://goo.su/3IVhEP2
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