viernes, 11 de julio de 2025

La rebelión de Ricky Rubio contra su propio personaje.

Confieso que, como a tantos otros, mi conocimiento sobre las grandes estrellas del deporte se limita a lo que la televisión nos sirve en bandeja. Es una construcción fragmentada, un collage de momentos de gloria, sonrisas en ruedas de prensa y estadísticas de éxito. En ese panteón personal de figuras lejanas, Ricky Rubio ocupaba un lugar de privilegio. Para mí, era la imagen del triunfador nato, el niño prodigio que se convirtió en leyenda, un jugador cuya vida, vista desde el sofá, parecía simplemente envidiable.

Y entonces, llegó Jordi Évole y, en una de las entrevistas más honestas y demoledoras que recuerdo, destrozó por completo esa imagen de cartón piedra.

Lo que vi en 'Lo de Évole' no fue al deportista, sino a la persona que suplicaba por aire debajo de un personaje que se había vuelto demasiado pesado. Me impactó profundamente escucharle. Cada palabra que pronunciaba sobre la "máscara" y el "personaje" que tuvo que crearse para sobrevivir resonaba con una verdad incómoda. Escuchar a un jugador de élite mundial, admitir que se sentía un "farsante" en la cima de su carrera fue, sencillamente, un golpe de realidad.

Esa noche descubrí que el problema de Ricky Rubio no era exclusivo de un multimillonario del baloncesto. Su confesión de "me gustaría jugar al baloncesto sin ser Rubio" puso nombre a una sensación que, creo, nos afecta a muchos más de los que pensamos, famosos o no. ¿Quién no se ha sentido alguna vez atrapado en un papel? El del profesional siempre eficiente, el del padre o madre que nunca falla, el del amigo que siempre tiene una sonrisa, aunque por dentro se esté desmoronando.

Vivimos en una sociedad que nos empuja a construir nuestro propio "personaje". Las redes sociales son el escaparate perfecto para ello, un escenario donde proyectamos una versión editada y exitosa de nosotros mismos. La lucha de Ricky es, en el fondo, una versión a escala épica de esa misma batalla interna: la tensión entre lo que somos y lo que se espera de nosotros; entre nuestra identidad real y la máscara que, por protección o por presión, acabamos llevando día tras día. A veces, sin darnos cuenta, esa máscara se adhiere tanto a la piel que olvidamos quién hay debajo.

La entrevista me ha servido como un recordatorio brutal y necesario. Me ha enseñado a mirar más allá del titular, del trofeo, del personaje público. La valentía de Ricky al mostrar su vulnerabilidad no solo le humaniza a él, sino que nos regala a todos una lección de empatía. Nos obliga a preguntarnos cuánta gente a nuestro alrededor está librando una batalla similar en silencio.

Así que, gracias, Ricky. Gracias por recordarme que detrás de cada historia de éxito aparente, hay una persona real, con sus cicatrices y sus miedos. Gracias por romper el personaje y mostrarnos al hombre. Tu testimonio va mucho más allá del deporte; es un faro para cualquiera que alguna vez se haya sentido un impostor en su propia vida.

jueves, 3 de julio de 2025

La Cultura, el corazón Irrenunciable de la Universidad

 

Hay noches que no son solo para celebrar, sino para recordar por qué celebramos. La de anoche, en el remozado y siempre solemne Paraninfo de la Universidad de Murcia, fue una de esas. Se conmemoraba el cuarenta aniversario del Servicio de Actividades Culturales, pero en el aire flotaba algo más que el simple recuento de años. Fue una auténtica fiesta de la cultura, sí, pero también un punto de encuentro, un acto de reflexión y, sobre todo, una valiente reivindicación del profundo y sanador papel de la cultura en tiempos convulsos.

Mientras el mundo exterior parece empeñado en el desencuentro, en el menosprecio de los derechos humanos y en una peligrosa apuesta por la confrontación, lo que anoche sucedió en el Paraninfo fue un acto de resistencia. Se puso en valor lo que, sin lugar a dudas, es la joya de la corona de la Universidad de Murcia. En este contexto, la labor que emana de la institución en defensa de los valores se vuelve más importante que nunca. Anoche no solo se celebró un servicio; se celebró un refugio.

Porque la cultura, y esto quedó meridianamente claro, no es un adorno para la Universidad. Es, junto a la docencia y la investigación, un pilar básico que la sostiene y le da sentido. Sin su ecosistema cultural, tejido pacientemente durante cuatro décadas a través del teatro, la música y la poesía, la Universidad no sería realmente Universidad. Sería un cuerpo académico sin alma, un motor de conocimiento sin latido humano.

La gala fue, ante todo, un ejercicio de gratitud. Con una cuidada puesta en escena donde la música y la palabra se entrelazaron, se rindió homenaje a los protagonistas de esta historia. Se reconoció la visión de los distintos vicerrectores que marcaron el rumbo, pero el foco, con una justicia poética innegable, se posó sobre quienes han sido el verdadero motor del servicio. Nombres como Inmaculada Abenza, presente desde el inicio, y Carmen Veas, incorporada poco después, resonaron en el Paraninfo. Ellas no solo han trabajado en el servicio; han sido y son su imagen, el rostro visible de una gestión cultural impecable y, más importante aún, de una calidad humana que ha tendido puentes indestructibles.

Se aplaudió la tenacidad y el talento de un equipo que, supliendo con creatividad y una dedicación a prueba de presupuestos, ha hecho de la cultura un pilar de la institución. Han demostrado una y otra vez esa ingeniosa capacidad de gestión para estirar cada euro y multiplicar el impacto de sus programas, transformando directrices en una realidad vibrante y accesible.

Al salir del Paraninfo, con el eco de los aplausos todavía resonando, la sensación era clara. La noche no había sido solo un homenaje a un pasado brillante, sino una declaración de intenciones. Fue la constatación de que, gracias a la labor resiliente de su equipo, la cultura en la Universidad de Murcia ha trascendido lo académico para convertirse en un faro para toda la región. Un faro que, durante cuarenta años, ha demostrado que su luz no depende del presupuesto, sino del capital humano que lo mantiene encendido. Y esa es, hoy más que nunca, una lección impagable.